domingo, 27 de julio de 2014

EVA


"Y el Señor Dios hizo brotar del suelo toda clase de árboles, que eran atrayentes para la vista y apetitosos para comer. Y le dio esta orden: «Puedes comer de todos los árboles que hay en el jardín, exceptuando únicamente el árbol del conocimiento del bien y del mal. De él no deberás comer, porque el día que lo hagas quedarás sujeto a la muerte».
El hombre exclamó: Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne! Se llamará Mujer, porque ha sido sacada del hombre.
“Al oír la voz del Señor Dios que se paseaba por el jardín, a la hora en que sopla la brisa, se ocultaron de él, entre los árboles del jardín. Pero el Señor Dios llamó al hombre, ¿Dónde estás, Adán? Oí tus pasos por el jardín y tuve miedo porque estaba desnudo. Por eso me escondí. ¿Y quién te dijo que estabas desnudo? ¿Acaso has comido del árbol que yo te prohibí? La mujer que pusiste a mi lado me dio el fruto y yo comí de él.
Entonces expulsó al hombre del jardín de Edén, para que trabajara la tierra de la que había sido sacado. Y dijo al hombre, porque hiciste caso a tu mujer y comiste del árbol que yo te prohibí, maldito sea el suelo por tu culpa. Con fatiga sacarás de él tu alimento todos los días de tu vida. El te producirá cardos y espinas y comerás la hierba del campo. Ganarás el pan con el sudor de tu frente, hasta que vuelvas a la tierra, de donde fuiste sacado. ¡Porque eres polvo y al polvo volverás! Y dijo a la mujer Multiplicaré los sufrimientos de tus embarazos; darás a luz a tus hijos con dolor. Sentirás atracción por tu marido, y él te dominará."
(El Génesis)


Anochece tras las puertas del Edén. El cielo se oscurece cargado de nubes grises. Y bajo ellas, la nada salpicada de charcos de agua. Un hombre y una mujer se enfrentan desnudos al vacío. Ella así llamada por el hombre, simplemente mujer. Nos resultará extraño sin duda semejante nombre, pero nadie hasta ese instante ha tenido que llamarla salvo él. Y para esos menesteres mujer es tan buen nombre como cualquier otro. Llegaron ante la puerta y se detuvieron. Cierto que sólo sus ojos vieron la desolación de aquel paisaje y nadie puede por tanto describirlo con exactitud, pero no tendría sentido hablar de paraíso perdido si lo que hubiera al otro lado del muro fuera igualmente un vergel repleto de árboles frutales en flor y extensiones inabarcables de campos cultivados capaces de alimentar a toda su futura descendencia sin problemas. Así podemos afirmar que tras el muro no había nada y a la nada van a ser arrojados. Contienen la respiración midiendo el siguiente paso que van a dar. El hombre da un paso adelante. Aseguramos sin temor a error que fue un pequeño paso, apenas medio metro. Esa es la distancia que media entre el Edén y el exilio. Ella, la mujer, le sigue. Y el paso lo dan juntos. Ya están fuera. Inmediatamente después se cierra la puerta con estrépito. Y quizás con un exceso de solemnidad ya que el portazo ha retumbado durante miles de años en los oídos de todos los hombres. Cumpliendo la profecía, nadie lo ha podido olvidar. El hombre contempla entonces su desnudez y sus manos vacías y siente que se acobarda ante la noche. La mujer, a su lado, saca un trozo de pan que había fabricado con sus propias manos y lo comparte con él calmando su miedo. Un trozo de pan frío es la primera cena que pueden disfrutar en su nueva vida.
Mujer, dice el hombre mientras muerde el pico del pan, me parece que va a ser mejor que digamos que la manzana me la diste tu. Ella mira como el sol se esconde poco a poco más allá de las nubes grises. Se cubre los pechos y el vientre con las manos, pero no por pudor como dirán los escribas posteriores ni como lo recogerán los pintores de siglos venideros, sino por frío. Hace frío en este anochecer. Ha llovido y parece que puede volver a llover en cualquier momento. Así, continúa, será más fácil que me den trabajo en cualquier lado. Nadie contrataría jamás a quien ha perdido el paraíso. La mujer calla. Tú tendrás que dedicarte algún tiempo a cuidar de tus hijos. A los primeros los llamaremos Caín y Abel. Pero no desesperes, sé bien que nuestro castigo no será eterno. Algún día vendrá algo más poderoso que él y le arrastrará al olvido. Lo sé, lo he visto. Y él también lo sabe. Ella lo mira un instante y vuelve a mirar hacia el vacío que se extiende ante sus ojos. Y ese día, continúa, olvidarán lo de la manzana. Volverás a trabajar. Trabajarás dieciséis horas al día atada a una cadena de montaje y tus hijos te esperarán en la calle, jugando entre los charcos, a la puerta de una cabaña iluminada con sebo o delante de un piso con la luz cortada por no poder pagarla. Y aún podría el hombre decirle más cosas, podría hablarle de cómo despedirá a sus hijos que parten a la guerra a bordo de maquinas de hierro que viajan por el aire, pero la mujer ya no le escucha. Ya no piensa en ella. Piensa en sus hijos, en sus nietos, en los que vendrán. No me llames mujer, dice. Mis hijos me llamarán Eva. Así quiero que me llames desde ahora. Bien, pues si así lo ha decidido, así la llamaremos en el relato a partir de este momento, Eva. ¿Cómo debo llamarte a ti? Pregunta ella sin dejar de mirar las nubes oscuras que rondan su futuro. El hombre se encoge de hombros. Llámame tú, o si lo prefieres, llámame hombre. Así lo hacen mis primos de Israel: en su lengua se dice Adán. Bien. Así te llamaré. A continuación apoya su espalda en la puerta y se deja caer arrastrándola por la madera hasta el suelo. Mira de nuevo al cielo y se estremece. Su mirada parece preguntar ¿qué más quieres, Dios? Sí, sé que daré la luz a mis hijos con dolor, ya me lo has dicho. Pero además te los llevarás. Uno tras otro me los arrebatarás. ¿Por qué? ¿Qué mal han hecho ellos? ¿Pagarán ellos por la culpa de otros? Por nuestra culpa condenas a nuestros hijos, ¿y tu te llamas Dios? Te los llevarás uno tras otro con una ferocidad insaciable. A uno incluso lo harás Dios, pero sólo para robármelo. Lo nombrarás hijo tuyo y si pudieras negarías hasta mi maternidad. No. Cualquier lector podría pensar que hemos confundido a Eva con María. Pero deben saber que no es así. Eva, en su legítimo derecho por ser la primera ha elevado a universal el hecho mismo de la maternidad. No hay madres en plural, sólo madre. Una madre es en esencia todas las madres. Cualquiera de ellas, en cualquier lugar del mundo y en cualquier época siente lo que todas, individual o colectivamente, sienten o han sentido por sus hijos. El mismo amor, el mismo odio, el mismo miedo. Sólo hay una madre. Y si eso es así, cómo no habrá de aplicársele esa declaración a Eva, la primera, la madre de madres. Incluso casos se han dado de madres de otras especies que han protegido y adoptado a criaturas en un extraordinario ejercicio de expansión de un sentimiento. Así no debe extrañarnos que Eva sienta como María. Que Eva sea hoy, en este instante y para siempre, simplemente María. Y que como tal, sentada en el suelo, bajo la puerta del paraíso, mire con resentimiento a Adán, a su desnudez, mientras come el trozo de pan que ella misma le ha dado. En un rápido movimiento se alza, se lo arranca de las manos y lo arroja al suelo. Protesta Adán, como no podía ser menos, pero no mucho. Sabe lo que ha hecho y conocía las consecuencias. Entre ellas, y quizás sea más penosa que la mortalidad, está el desamparo. Se sienta junto a Eva y la abraza llevando la cabeza hacia atrás, hasta apoyarla contra la puerta. Ella se resiste un momento. ¿Qué otra cosa puede hacer? Él la tranquiliza y le hace callar poniéndole suavemente el dedo en los labios. El cielo sigue esparciendo sombras sobre esos dos cuerpos acurrucados junto a la puerta, sombras que crecen por los rincones. ¿Tan terrible es querer saber? ¿No tenía derecho a querer saber? Pues ahora sé. Y tú también sabes. No te preocupes, Eva, le susurra al oído. Algún día olvidaremos. Algún día le olvidaremos. Vendrán las máquinas y le olvidaremos.
Y nosotros, que sabemos que está en lo cierto, que algún día caerá en el olvido, como ya ocurrió con otros dioses que también castigaron a otros hombres por querer saber, le apoyamos y por eso decidimos que el cielo se abra ahora y por los huecos que surgen entre las nubes se filtre el brillo de una luna pequeña pero suficiente para verse la piel. Alzan la mirada y observan la luz que les llega del espacio. Le olvidaremos y seremos libres. ¿Tu crees? Sí. Seremos libres. Hemos probado la fruta del árbol del conocimiento. Lo he visto. Seremos libres y construiremos un nuevo paraíso y comeremos todas las manzanas y todos los frutos que queramos y fabricaremos una bebida hecha con manzanas. Y bailaremos desnudos bajo la luna. Eva se ríe. ¿Y cómo quieres que bailemos si no es desnudos? También es cierto. Y bajo un cielo ahora totalmente estrellado, sonríen. A continuación Adán estira un poco el pie y con dificultad arrastra hacia sí el trozo de pan. Lo coge al fin con una mano mientras Eva lo raspa con cuidado para quitarle el barro que lo cubre.

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