miércoles, 18 de junio de 2014

Cuando los instintos salen a pasear



Hoy he ido con Julia a la piscina. Ha sido una gran oportunidad de ver cómo va creciendo la pequeña. Cuando la ves día a día, en un contexto casi cerrado, apenas aprecias las pequeñas variaciones que se van acumulando. De la misma manera que no se aprecia el paso del tiempo en carne propia y sólo lo constatas cuando lo comparas con una imagen del pasado o ves los estragos en cuerpo ajeno. «¡Qué viejo estás, jodío!» «Pues anda que tu.» «¿Yo? ¿Será una broma?» Pues no, no era una broma. Y con Julia pasa igual. Está creciendo. Ya me lo había comentado su madre. Julia se exhibe en la piscina delante de un niño que es un año mayor que ella. Hoy lo he comprobado. Hemos llegado antes de que él apareciera y ella, después del primer baño, se ha dedicado a observar el camino por el que debería aparecer. Y por fin le ha visto. Ha sonreído con una alegría sana y satisfecha. Venía Jorge. Después ha comenzado el festival. Cuando él entraba en el agua ella tenía unas ganas locas de zambullirse. Cuando él salía, ella se cansaba de estar en remojo y volvía a la toalla que, casualmente él había puesto al lado de las nuestras. De hecho he de decir, en virtud de la verdad, que él ha saltado la valla de ladrillos en lugar de entrar por la puerta de la piscina, sólo porque Julia estaba al lado y le estaba mirando. Al ver esos comportamientos he recordado aquellas épocas en las que no me importaba recorrer el camino más largo sólo porque había una remota posibilidad de cruzarme con la chica de mis sueños. Bastaba saludarla con un «Hola, ¿qué tal?» para hacer el resto del camino con una infinita satisfacción en el corazón. Satisfacción exactamente igual e inversa a la desafección que sentía si no se producía ese encuentro o no me atrevía a saludarla. Y me he sonreído. Las hormonas desatadas, el temblor en las rodillas, un cosquilleo en la palma de la mano, la boca seca, cierto ardor en las mejillas. Visto en la distancia no puedes evitar sonreír al pensar cuántas tonterías no habremos hecho por situaciones así. Coger el camino más largo, retrasar el regreso a casa por si se produce un encuentro accidental, pasear por barrios ajenos con la excusa aprendida, «qué casualidad, pasaba por aquí», temblar con el número de teléfono en la mano pensando en qué demonios le voy a decir mientras suena el tono pausado al otro lado. Pensando, «no lo va a coger», deseando «que no conteste, por Dios, que no lo coja». Otras veces, más lanzado, casi suicida, sintiendo que saltaba al vacío desde un acantilado, temí que se interrumpiera el tono. Aunque también hubo veces, acobardado, en que me alegré de que muriera la llamada, agotada de reclamar algo de atención en una casa vacía. En fin, edades en las que se hizo el ridículo una y otra vez. Ridículo entrañable que ahora veo que repiten los que vienen detrás. Y me sonrío y pienso que sí, que fue hermoso tener aquellos treinta y ocho años.

Una sombra en la cortina



—¿Cuánto hace que no nos vemos?
—Desde la Universidad.
—Más de veinticinco años. Es increíble.
—Casi treinta, más bien. Pasa rápido el tiempo.
Las sombras se reflejaban en las paredes del Café Esmeralda con la definición perfecta de una cámara fotográfica. Hacía más de dos horas que Manuel había cerrado el Café. Volcados sobre la mesa, los dos hombres gesticulaban con el cansancio de la noche mientras en la calle los semáforos seguían con su servicio, aunque hacía tiempo que ningún coche cruzaba por la avenida. El rojo, el ámbar y el verde se filtraban como un código sin sentido a través de las letras góticas escritas en la luna del Café.
—Sí. Sí pasa rápido. A veces sientes que todo va bien y, de pronto, un día cualquiera te levantas y, así, de repente, sin que nada te permita prepararte, todo hace que tengas la impresión de haber perdido el tiempo, de haber estado perdiendo el tiempo toda esta estúpida vida. ¿No te ha ocurrido a ti nunca? ¿Nunca has sentido algo así?
—A todos nos ocurre eso en algún momento, Antonio. Nos hacemos viejos. Mírate ahora, casi tenemos cincuenta. Ya estamos viejos.
—Viejos, sí, pero además derrotados y, sobre todo, solos, Manuel. Derrotados y solos. Mira —extendió los brazos abarcando el espacio que les rodeaba y sonrió—, solos. Por no haber no hay ni mujeres
Manuel sonrió. Antonio se recostó sobre el respaldo de la silla. Levantó la vista hacia el techo. Su voz resonaba tan fuerte por el Café vacío que instintivamente bajó el tono hasta convertirlo casi en un susurro.
Sí. Ni una mujer. Como si alguna vez hubiera sido fácil para mí, ¿eh, Manuel? En cambio tu... Te recuerdo, te recuerdo como recuerdo ahora a mi vecina, la chica del tercero con la que sólo salí una noche. Llevaba minifalda y unas piernas largas y curvadas como un paréntesis. Y sólo fue una noche. Unas cervezas de conversación forzada y aburrida y un cine. Y, después de ver a unos actores que se besaban en la pantalla, decidió que quería entrar en un prostíbulo. Para saber cómo es eso, decía. Cómo es por dentro. Y sé que sólo era un juego. Y yo, no sé por qué, sujetándome de repente los pantalones y el orgullo, de eso nada, niña, que seguro que acabo con la cara partida. Y ella se reía. No sé por qué recuerdo eso ahora, Manuel, pero eres tú el que me lo recuerdas. Y el portero del garito también se reía. En vano intentaba arrastrarla de los brazos. No, que no, he dicho, protestaba ella. Sombras y luces rojas sin brillo. El portero sonreía. Mientras consuma, pague y no arme jaleo, puede pasar. A lo mejor le gusta a alguna. Y sus dientes brillaron por primera vez cuando abrió la puerta. Ella se metió de cabeza en la oscuridad de sombras violetas y azules y al fondo una barra y tras ella el bigote de un hombre aburrido. Y yo, asustado. Venga, hombre, no seas cobarde, se rió. Tú eres tonta, niña. Yo me voy. Pues yo me quedo. Y el portero que sonríe por segunda vez. Pasa guapa, que aquí tienes diversión asegurada. Y ella entró y él detrás de ella, cerrando la puerta. La siguiente vez que la vi llevaba gafas oscuras en el ascensor y apenas respondió a mi saludo con un gesto. Luego te lo conté, ¿recuerdas, Manuel? Te lo conté y dijiste, dejando el bolígrafo sobre el cuaderno, es puta. Esa chica es puta. Aunque no ejerciera, siempre lo ha sido, te lo digo yo. Y yo, bajando la voz y la mirada, no sé, joder, pero me gusta. Y tú, bueno, ¿y te la has tirado? Pues no. Ya, y dónde fue, ¿cuál es el nombre del local? Y yo, la Luna Roja. Y desapareces en mitad de la clase. La tarde sigue cayendo con lecciones de derecho administrativo. Y al final, tus libros sobre el pupitre. Esa noche llamas por teléfono. Lo dicho, dices, es puta. Ahora se llama Mari Fe y como puta es un ángel. Te he ganado, chaval. Por cierto, ¿me has guardado los libros? Y yo, con cara de idiota, sí, mañana te los llevo a clase. Y, mientras intento sonreír, contesto con desgana, bueno, pues me debes un favor. ¿Qué tal si te subvencionas una copa?
Manuel, casi treinta años después levantó su vaso y lo terminó de un trago.
—Hecho. Tú dirás lo que quieras, Antonio —dijo mientras se levantaba—, pero si ahora estamos solos es porque queremos. Y por mucho tiempo. Estoy hasta los huevos de tanta zorra. Voy por otra copa. ¿Te traigo una de lo mismo?
Antonio bajó la mirada del techo y la clavó en los ojos azules de Manuel, le vio girar y acercarse a la barra andando como un niño pequeño. Seguía hablando mientras cogía los vasos y los llenaba de hielo. Estamos solos porque queremos, se repitió en la cabeza. Entonces, ¿por qué estamos aquí, solos y borrachos en un café cerrado y oscuro? Bebió un trago profundo de la copa. Luego su mirada se perdió en la calle desnuda. No se veía movimiento alguno. Recorrió la Avenida de un extremo a otro, ascendió por la Cuesta de los Carruajes, torció en la segunda manzana hacia la izquierda, entrando en la calle de las Margaritas, cruzó por delante del colegio de las Josefinas, y desembocó justo delante de la casa de Mercedes. La luz estaba encendida, pero no se atrevió a llamar, se contentó con observar la ventana iluminada e imaginar las sombras que cruzaban por delante de las cortinas. Así estuvo, apoyado en la pared de la casa de enfrente hasta que volvió Manuel con las dos copas.
—Aquí están, dos whiskys a cuenta de la casa.
Antonio se echó hacia atrás dejando espacio en la mesa para los dos vasos.
—Gracias —bebió un trago corto—. ¿Qué tal va el negocio?
—Va tirando. No da para mucho. Ningún negocio que no te haga rico vale la pena, aunque por lo menos tengo trabajo.
—Ya.
—Pero, bueno, la verdad es que estoy cansado. Si no fuera porque estoy pillado con la hipoteca, lo mandaba a hacer gárgaras, pero, en fin, ¿qué te voy a contar?
Sí, Manuel, ¿qué me vas a contar? No te lo voy a contar yo. Te contaré que cuando volvía a casa después de una borrachera más pagada a mi costa, pagada con el dinero que había ganado trabajando durante el verano, que cuando volvía dando tumbos, mi padre, inválido de mi madre y viudo, con la bata de cuadros atada por la cintura, sentado en el salón, preguntaba, ¿dónde has estado? Y yo, sujetándome la mandíbula de la risa, con unos amigos, con Manuel, padre. Y mi padre, es tarde. No deberías estar hasta tan tarde. Y luego, levantándose del sillón, buen chico ese Manuel. Tienes suerte de tener un amigo como Manuel. Y yo, notando un vacío en el estómago, pasaba a sujetarme las tripas para evitar lo inevitable, corría por el pasillo. Y él seguía mis pasos. Y la arcada que vuelve, los ojos parece que van a saltar de sus órbitas, y él a lo suyo. Buen chico ese Manuel. Y el whisky con bilis quema mis entrañas y el paladar. Y mi padre, apoyado en el quicio de la puerta, no debes beber, hijo, no eres fuerte. Y yo, escupiendo en el retrete, gracias, padre, ya lo sé. No eres fuerte, hijo. Debes cuidarte. Ya lo sé, padre. Si tu madre viviera no le gustaría verte así. Ya lo sé, padre. Y deberías estudiar más. Y yo, desmayado sobre el retrete, ya lo sé, padre. Seguro que Manuel se ha ido antes que tú, ¿a que sí?. Y yo, esta vez te equivocas, padre. Pero, ¿sabes lo que pienso?, me giro lo suficiente para verle de perfil mientras escupo sudor y asco, que es una lástima que la que muriera en aquel accidente fuera la madre y no tú. Y mi padre, en su invalidez emocional, me mira sorprendido y empieza una bofetada que no termina, que deja a medias, suspendida sobre mi cabeza. Sí, hijo, yo también pienso igual. Y se vuelve caminando lentamente, con la bata de cuadros atada por la cintura, arrastrando las zapatillas por el pasillo, hasta su habitación. Y yo me quedo con mis vómitos y mi asco con sabor a alcohol y bilis en la memoria. Intento tragar, pero la saliva es espesa y pasa con dificultad por la garganta. Cerré los ojos. Necesitaba un cigarrillo.
—¿Tienes un cigarrillo?
—Sí, toma. Durante un tiempo estuve intentando dejarlo.
—Supongo que todo el mundo lo intenta alguna vez. Yo ya me he rendido.
—¿Hay algo ante lo que no te hayas rendido?
Antonio sonrió. Nada había cambiado. Ante él volvía a tener al gran competidor de siempre. De nuevo recordó a Mercedes.
—¿Y tú?
—Ya me conoces. Yo no me rindo. Me ganan, eso es todo.
Rieron. De repente Antonio se dio cuenta de que era la primera vez que reían en toda la noche.
—Eres un fantasma.
—No creas, es algo importante. Es una actitud. Mi padre me enseñó que se puede ganar o perder, pero se debe pelear.
—Un sabio, tu padre.
Manuel miró de reojo.
—Pues sí señor, no tenía estudios y era un pobre diablo, pero sabía todo lo que hay que saber sobre el sacrificio. Ni tú ni yo llegaremos jamás a la altura de sus zapatos.
—Venga, hombre, es una broma. Vamos a hablar de otra cosa, ¿qué sabes de Mercedes?
A Manuel le cambió la cara justo cuando mojaba la garganta con el amargo sabor del Whisky. Apretó la mandíbula.
—No sé nada de ella desde hace tiempo. Ni sé ni quiero saber.
Manuel bajó la cabeza mirando la profundidad inmensa de su vaso. Los hielos flotaban como icebergs de laboratorio. El silencio invadió aquellas dos sombras que parecían jugar una partida de ajedrez en la pared. Manuel levantó entonces la mirada y quiso sonreír. Antonio perfiló una mueca de satisfacción en sus ojos.
—Lo siento. No debería haberlo preguntado. Pensé que ya estaba superado. Lo siento.
—¿Sí? No me digas. Bueno, da igual.
La calle seguía dormida. Sin embargo, ya casi eran las seis. La hora en que se abre el metro y todo parece despertar de su letargo. Nueva vida fluye por esas venas de hormigón, gente que entra y sale de los vagones con cada bocanada de aire, como contracciones de un enorme pulmón artificial. Pero entonces la ciudad aún dormía.
—Ha sido una pregunta estúpida.
—Un poco, la verdad. Cualquiera diría que te gusta hurgar en la herida.
¿Que me gusta hurgar en la herida? Mercedes. Yo te conté que esa chica me gustaba. Te conté, bajando la mirada, que voy a por ella. Y tú, sonriendo, pues hay un problema. Ya la he llamado y he quedado con ella para esta tarde. Y yo, con la boca abierta, ¿cómo que has quedado con ella? Encendiste un cigarrillo y miraste las escaleras de la facultad. Sí. La llamé anoche. ¿Pero cuándo has conseguido su teléfono? Me lo dio el otro día, mientras estabas en el baño. Y sonreías. Joder, cómo sonreías. Pero no te preocupes, si quieres quedamos los tres mañana por la tarde. Y, riendo su ocurrencia, esta noche puedes ir a visitar a tu amiga Mari Fe. Y yo, vete a la mierda. Te encogiste de hombros. Joder, ¿qué culpa tengo yo? No me habías dicho nada. Y yo, sentado en el césped de la facultad, no, no te había dicho nada. Si me lo hubieras dicho, te juro que no habría quedado con ella. Y yo, ya lo sé. Supongo. Pues nada, pasadlo bien. Me levanté. Y, en efecto, fui a ver a Mari Fe. Y no, no era ningún ángel. Sólo era una puta de dos mil pesetas.
Los segundos golpeaban el silencio con la violencia del martillo contra el yunque. Antonio miró de nuevo hacia la calle. Sintió que le fluía la sangre a la cabeza. ¿Que si me gusta hurgar en la herida?
—Mira, tío, yo no sé nada de lo que os ha podido pasar. Ni lo sé ni me importa.
Le habría gustado no estar tan borracho. Notaba una extraña pesadez sobre la cabeza que le hacía muy difícil razonar con lucidez. Se veía a sí mismo y le resultaba ridículo. Echado sobre el respaldo de una silla, las piernas estiradas. Le parecía ofensivo buscar una justificación para una pregunta estúpida sabiendo que si se hubiera producido al revés jamás habría oído una palabra de disculpa. ¡Ay!, si pudiera ir a mi casa, pensó. Si no estuviera tan lejos. Si no estuviera tan cansado. Miró a Manuel y sólo pudo ver a un desconocido. Manuel, pobre Manuel, pobre imbécil, amigo mío, el tesoro que has tirado por la borda. Has acariciado el cielo con tus manos y lo has dejado escapar. No tenías razón, padre. Por una vez no tenías razón. Con Manuel te equivocaste. Confía en él, decías, y te equivocaste. Y yo, sujetando las tripas y la frente en el retrete, con las idas y venidas del vómito, que sí, padre, que me dejes en paz. Sí, de acuerdo, yo también me equivoqué. Pero, ¿y quién no se equivoca? Estoy cansado. ¿Y qué estará haciendo Mercedes? ¿Qué hago aquí?
—Mira, Manolo, estoy cansado. Creo que me voy a ir a casa.
Manuel seguía con la mirada perdida en el fondo del vaso, observándolo como si fuera un espejo. Doblado sobre la mesa, parecía a punto de quebrarse, de derramarse sobre ella. De repente, con un gesto levantó la cabeza, bebió un trago y extrajo un cigarrillo del paquete.
—¿Quieres saber por qué abandoné a Mercedes?
—No me interesa, la verdad.
Manuel sonrió y encendió el cigarrillo. Por la calle apareció un hombre cubierto con un abrigo gris hasta las orejas y una bufanda de color beige. Caminaba con las manos en los bolsillos y el cuerpo ligeramente inclinado hacia delante. Amanecía. Antonio se levantó y buscó el abrigo con la mirada.
—Dices que no te interesa, pero te mata la curiosidad.
—No dices más que tonterías.
Antonio alcanzó el abrigo que estaba sobre las sillas, justo detrás de Manuel.
—¿Te habría gustado ser su amante? —le cogió por el brazo con fuerza.
—¿Qué?
—Nada. Sólo pregunto que si te hubiese gustado ser su amante. ¿Te habría gustado estar con ella, verdad?
¿Que si me hubiera gustado estar con ella? Hace treinta años habría dado mi vida por estar con ella. Y ella sonreía cuando la miraba a los ojos. Y yo, bajando la mirada, ¿qué tal te va? Ella sonreía y yo me perdía en sus sonrisas, y en su pelo. ¿Por qué nunca me llamaste? Y yo, con una duda, ¿y Manuel? Y ella, bien, muy bien. Pero hay veces en que pienso y quién sabe. Yo esperé que llamaras tú. Y me sonríe de nuevo. Y yo, odiando todo, odiándome. Pero él te llamó aquella tarde. ¿Te llamó, verdad? Mercedes me miró extrañada. No sé de qué tarde hablas. Él me llamó un mes después de conocernos. Pero yo te esperaba a ti. Pensé que serías tu, pero no, fue Manuel. Y yo, te equivocaste, padre, te equivocaste. Nos equivocamos todos. Y ella, levantándose porque al fondo del pasillo de la facultad apareces tú, me sonríe por última vez. Te espera de pie y te besa en los labios. Y yo, no lo pienses más, Antonio. No lo pienses. Ya está hecho. No todo el mundo puede presumir de tener un amigo como tú. Y yo, odiando todo. Odiándome más. Odiándola a ella también, casi más que a ti. Me levanto y me voy, acaricio fugazmente su mano un instante y me voy en dirección contraria. Y tú, alzando la voz, me llamas por el pasillo.
—Incluso es posible que pienses que si yo no hubiese estado habría podido irse contigo, ¿verdad? ¿Verdad que sí?
—Suéltame. Estás loco, chaval.
—No lo bastante. Siéntate. Te voy a contar la historia, la verdadera historia de tu querida Mercedes. ¿Sabes? Mercedes ya no es aquella chica con la que te gustaba desayunar en la Facultad. ¡Siéntate, cojones!
Le dio un tirón al abrigo hacia abajo. Antonio apartó bruscamente el brazo.
—Te he dicho que me sueltes. Ábreme la puerta.
Manuel sonreía en una mueca. Se recostó sobre el respaldo y respiró profundamente. De repente desapareció la sonrisa de sus labios. Se apoyó en la mesa hacia adelante, rozando el vaso con el codo. El vaso cayó, rodó por la madera lentamente, dibujando una curva, hasta que se estrelló en el suelo. El whisky se esparcía por la mesa como una nube, empapando el tabaco y el jersey. Pero Manuel sólo le miraba a él.
—No te voy a abrir. Tengo que contarte, quiero contarte algo, así que escucha —y añadió, conciliador—. Y siéntate, hombre.
—No me da la gana.
—Escucha de todas formas. Después de que te la gané por la mano no todo fueron alegrías, ¿sabes? No teníamos un duro cuando nos fuimos a vivir juntos. Todo parecía muy bonito, muy romántico y todo eso, pero era una mierda. Aunque, eso sí, pese a todo, nos queríamos, ¿comprendes?
—Ya.
—Se juntó todo. La casa se hundía. Gastábamos más de lo que ganábamos y eso que apenas gastábamos un duro. Era la leche. No salíamos porque no teníamos dinero. Todos los días encerrados. Y luego llegó la hipoteca. Ella quería una casa. ¿Qué quieres? ¿Una casa? Pues no te preocupes, bonita, compraremos una casa. Aunque bien sabía yo que no había de dónde pagarla. Buscábamos trabajo como desesperados. No te puedes imaginar las cosas que hemos llegado a hacer. Repartir propaganda, cuidar niños, sacar los cubos de basura. Luego, para arreglarlo, un día me soltó que se había quedado embarazada. ¿Te has parado a pensar cuánto cuesta un crío? Era imposible. Tuvimos que abortar y la terminamos de joder. Es jodido ser pobre, ¿sabes? Ella salió con una infección. Nada serio, pero salió mal y deprimida. Y yo, que cada vez que la miraba me deprimía un poco más. Sus manos, sus caricias, todo era una mierda.
—Ya.
—Y para colmo, la muy puta se lió con un mierda. Con un mamarracho de la oficina. Se largó con él. Me abandonó. A mí y luego al otro pobre diablo... Y luego a los demás.
—Está bien. Lo siento, lo siento mucho, pero es tarde y me voy. Ya vale. Ahora, ¿haces el favor de abrirme la puerta?
—¡No! Aún no he terminado. ¿Querías saber qué ha sido de Mercedes? Pues aún queda mucho más...
—Ábreme la puerta.
—¡He dicho que aún no he terminado!
—No te lo volveré a repetir. Ábreme la puerta.
—¿Y qué harás, eh? Anda, cuéntame, ¿qué harás?
Antonio le escuchaba como un vago rumor. Apenas le entendía. Sólo deseaba salir de allí. Miró hacia el exterior y vio que la luz del día iba, poco a poco, inundando las calles y que sus sombras en el interior se estaban difuminando en la pared. De nuevo miró a Manuel y le pareció un extraño. Aquel hombre no significaba nada, aquellas palabras no significaban nada. Dirigió una mirada hacia la luna del Café Esmeralda. El nombre se podía leer al revés en las letras góticas de color verde. Tras el cristal los coches empezaban a circular al ritmo sordo de los semáforos. Se levantó, cogió una silla, la alzó por encima de su cabeza y la lanzó con todas sus fuerzas. El mundo se resquebrajó en el estallido de los cristales chocando contra el suelo en una inmensa cascada. Manuel pareció salir de un sueño al oír el estruendo.
—¡Estás loco! ¡Mi Café!
—¡Vete a la mierda!
Antonio ya estaba en la calle y corría hacia el frescor de la mañana. No se giró a mirar la figura de Manuel que gritaba desde la acera llevándose las manos a la cabeza. Le parecía imposible que hubiera pasado la noche entera encerrado allí. Ya no importaba. Corría sin detenerse en los semáforos en verde. No distinguió las miradas de indiferencia de aquéllos que, cargados de sueño y frío, iban al trabajo. Sin apenas darse cuenta, recorrió la avenida de un extremo a otro, ascendió por la Cuesta de los Carruajes, torció luego como un robot en la calle de Las Margaritas y desembocó en la casa de Mercedes. La luz estaba encendida. Se detuvo a observar la ventana iluminada. Una sombra cruzó por delante de las cortinas. La luz de las farolas se apagó. No había nubes en el cielo. Hoy va a hacer un buen día, pensó y, de repente, sintió enormes deseos de desayunar un café con leche y tostadas.

sábado, 14 de junio de 2014

Historia compartida. Parte VIII por Fernando Sanz

Hace un par de días en la página del taller me enteré de que había en marcha una historia compartida en 10 partes. Me pareció que podía ser un ejercicio muy interesante. Pregunté, me informaron, me ofrecí, me aceptaron. Y de todo eso ha salido esto que ahora os muestro. En fin, espero que os guste.

Anteriormente en "Historia compartida":

http://soymoriapuch.wordpress.com/2014/05/17/historia-compartida-parte-1-por-moria-puch/

http://astarteh.wordpress.com/2014/05/16/21/

http://ladesdichadesersalmon.wordpress.com/2014/05/18/historia-compartida-parte-3-por-aurora-losa/

http://ladesdichadesersalmon.wordpress.com/2014/05/21/historia-compartida-i-parte-iv-por-sebas-cano-2/

http://primeranaturaleza.blogspot.com.ar/2014/05/historia-compartida-parte-v-por-denise.html#comment-form

http://beyond-kag.blogspot.mx/

http://cuentoshistoriasyotraslocuras.wordpress.com/2014/06/08/historia-compartida-parte-7/


Gino corrió tras ellos mientras pudo.
–¡Gian! –gritó–. Resiste, hermano. Voy a por ti. ¡Gian!
Corrió dejándose la vida a cada paso. Un par de veces se detuvo y buscó a ciegas algunos cantos en el suelo para lanzárselos a la bestia con la esperanza de darle en la cabeza y hacer que se detuviera, aunque fuera para atacarle a él. Siempre había tenido buena puntería pero disparar a ciegas y hacerlo además contra algo que se movía a semejante velocidad era algo casi imposible. Inmediatamente después de tirar la piedra tornaba a correr. A correr con todas sus fuerzas aunque sintiera que su pecho fuera a estallar o las piernas fueran a dejar de responder de un momento a otro, aunque le doliera cada paso que daba. Pero aún así no conseguía evitar perder terreno. La bestia avanzaba a una velocidad mucho mayor que la suya, pese a cargar con el peso muerto de Gian. Al fin se sentó agotado en el suelo. Desesperado se cubrió la cara con las manos, se abrazó a la tierra y se revolcó arrojándose polvo sobre su cara y su cabeza. De repente, como un animal que olfateara una presa, se detuvo, se quedó parado y levantó la cabeza. Se puso en pie de nuevo. Con paso firme regresó a la casa. Sabía dónde debía ir si quería liberar a su hermano. Sabía dónde debía ir y cómo acabar con la bestia. En cuanto entró en la casa buscó en la cocina el cuchillo que su madre usaba para degollar las gallinas y los conejos. Pequeño y muy bien afilado. Buscó a continuación uno de los palos que usaban para varear las almendras de las ramas más altas en la época de la cosecha. Con cuidado ató el cuchillo a la punta hasta que quedó perfectamente ensamblado. Después se guardó en el cinturón el cuchillo grande que usaban para cortar las hogazas de pan.
–Madre –gritó a la noche desde la puerta por si la noche le contestaba, pero ésta calló –. Hermanos, os necesito, por favor –suplicó, pero la voz se perdió entre las siluetas de los árboles del camino que se recortaban en la oscuridad contra las estrellas –. Por favor, salid ya. Donde quiera que estéis, ayudadnos.
No esperó respuesta. Con cuidado ató un trozo de tela de saco en un palo y lo impregnó en aceite. Después lo introdujo en el barril de petróleo que usaban para el candil por las noches. Encendió a continuación un puñado de leña menuda en la chimenea que utilizaban para calentarse en invierno. Arrimó al fuego la tea para que prendiera. Vertió el resto del petróleo y lo mezcló con aceite en una vasija que taponó con fuerza con una tela y el corcho. Se la ató con cuidado a la espalda, cogió la antorcha, el palo con el cuchillo y salió al camino.
–Resiste, Gian –gritó al abandonar la casa y emprender el camino.
Andaba veloz, como si volara por encima del polvo nocturno. Las sandalias de cuero con la punta de esparto le protegían los dedos contra las piedras. La luz de la tea dibujaba figuras caprichosas en las piedras y guijarros. Los alargaba y agrandaba. Bailaban sus sombras con el viento y la carrera que movía la llama. Llevaba varios minutos andando iluminado por la luz de la antorcha cuando se volvió a contemplar la casa. Pero nada indicaba que sus hermanos o su madre hubieran aparecido. Ningún resplandor, por leve que fuera, se veía en la mancha oscura en la que debía estar la casa. Apretó fuerte el palo y retomó el camino. Al final sabía que encontraría el inconfundible olor de la carroña, los restos ácidos de la vaca, los cuervos ahítos como cerdos dormidos en las ramas. El olor de la sangre putrefacta y coagulada. Si se habían entretenido en colgar en el bosque a sus presas, en el bosque debía estar su refugio.
El camino serpenteaba con las ondulaciones del terreno y la luz de la antorcha se dibujaba en la oscuridad como un círculo de fuego, a veces rojizo a veces azulado, que tan pronto estaba arriba, rozando las estrellas, como se sumergía en la tierra hasta desaparecer dejando sólo un áurea que se intuía oculto hasta volver a aparecer como un círculo de fuego al subir el siguiente alto. Entonces Gino pisó el suelo húmedo de la sangre de vaca, pastosa y fría bajo la capa reseca de la superficie. Se detuvo e iluminó el suelo con la antorcha. Después la levantó y miró lo que tenía delante. Ante él algunos perros carroñeros habían bajado al valle desde la montaña y le observaban en silencio con el cuerpo en tensión, dispuestos a defender su presa. Sus ojos brillaban a la luz del fuego como tizones. Alguno enseñó sus dientes, pero no ladraron. Parecía que no quisieran descubrir su presencia. Gino apuntó el palo hacia ellos y movió la antorcha dibujando un círculo. No le habían rodeado. Estaban sólo frente a él. Dio un paso hacia atrás y lentamente fue retrocediendo. Los perros no se movieron. En cuanto se alejó volvieron a seguir con su tarea silenciosa de acabar con los restos de la vaca. Gino dio un amplio rodeo dejando a la vaca y a los perros a su derecha entre sombras y siguió acercándose al bosque que se dibujaba al contraluz. Antes de darse cuenta se encontró iluminando cadáveres colgantes como sonajeros rígidos. El viento los mecía con suavidad de aquí para allá, se rozaban, casi podría decirse que se acariciaban, que besaban sus cuerpos sin cabeza y sin labios, pero no sonaban, no hacían ruido. Algunos parecían gigantescos nidos colonizados por todo tipo de insectos. Entonces los vio.
–Maldición –exclamó en voz baja.
Ante él, en un profundo vado que descendía algunos metros más allá, semioculta entre los árboles, la bestia se removía lentamente. A su alrededor cientos de flores desconocidas que parecían de cristal reflejaban la lejana luz de las estrellas y la convertían en cambiantes destellos de colores mientras pequeños pájaros luminiscentes volaban de rama a rama persiguiéndolos. Se acercó sigilosamente. Desde allí pudo ver como la bestia lamía la cara de Gian. Le pasaba las manos como sarmientos con sus enormes uñas por la cabeza, acariciando lo que le quedaba de pelo. Le susurraba algo parecido a una canción imposible de entender. Gian emitía dolorosos y silenciosos quejidos. Gino dejó la antorcha en el suelo para que su luz no llamara la atención. Después le tocó el turno al palo. Lo dejó en el suelo y se quitó la vasija con petróleo de la espalda. Volvió a armarse con el palo en una mano y el cuchillo del pan en la otra y se acercó aún más dando un rodeo hasta colocarse detrás de ella. A continuación avanzó. La bestia acunaba a Gian entre sus largos brazos y le balanceaba como siempre le había visto hacer a su madre. Ya estaba a la distancia suficiente para arrojarle la lanza. Sabía que con eso no la mataría. Pero tendría que soltar a su presa. A su hermano. Luego quizás tuviera una oportunidad con el petróleo. Levantó el brazo. Entonces algo de lo que la bestia cantaba le llamó la atención. No era posible entenderlo. Ni siquiera era un idioma. Ni siquiera eran palabras. No pasaban de gruñidos. Pero había algo familiar. Algo conocido. Entonces se estremeció. No era posible, pero evidentemente lo era. Gian levantó la cabeza con los ojos cerrados y echó los brazos al cuello de la bestia. Era su música. Era la música que siempre les cantaba su madre para dormir.
–Mamá –susurró Gian con una voz deforme y deformada.
Abrazada a la bestia abrió lo ojos y se quedó quieto, mirando a Gino, en silencio. La bestia se dio cuenta de que algo había a sus espaldas. Soltó a Gian y se giró a gran velocidad. De su boca salió un terrible gruñido enseñando unos colmillos amenazadores. Pero no se movió. Gino tampoco. Dejó caer la lanza.
–Madre, ¿eres tu?