jueves, 3 de abril de 2014

Bendígame, ilustrísima


—No sé si podremos aguantar más, señor.
—¿Cuál es el problema?
—Las provisiones. Nuestros hombres están muy débiles. Algunos apenas se sostienen en pie.
—Comprendo.
El silencio se paseó por la sala del Consejo. Más allá de los muros del castillo, entre éstos y las murallas exteriores, y pese a ser casi mediodía, la ciudad también permanecía en silencio, como contagiada del pesimismo del consejero militar.
—¿Y si intentamos una salida? —se aventuró un miembro del Consejo.
—Sería un grave error. Las dos últimas fueron un fracaso.
—¿Y qué se sabe de los minadores? —se enderezó sobre su silla otro consejero.
—Nada. Pero estamos seguros de que están avanzando con sus túneles. Por el tipo de terreno y por los meses que hace que están excavando, imaginamos que deben estar apunto de encontrar los cimientos de las murallas, si no lo han hecho ya. Una vez que hayan llegado será cuestión de pocos días que las agrieten y derrumben con el fuego.
El señor levantó la mano dando por terminada la intervención.
—Gracias, general —miró al resto del Consejo.
—Con su permiso, señor —levantó una mano el consejero que habló de hacer una salida—, tal vez deberíamos intentar llegar a un acuerdo. Quizás aún estemos a tiempo.
Y el obispo afirmó con la cabeza.
—Hijo mío, en situaciones tan dramáticas como ésta, el señor, en su sabiduría, sabrá perdonar aquello que haya que hacer por doloroso que sea.
Otro consejero, más asustado, intervino también.
—Podríamos entregarles como esclavos a tantos campesinos como nos pidan y pactar una rendición económica. Así, al menos, salvaríamos la vida —numerosos consejeros parecieron aprobar la medida—. Pero hay que hacerlo ya, señor. Mientras aún estemos a tiempo.
El señor guardó silencio durante un instante.
—Bien, dejadme. Os volveré a llamar.
Con la mano hizo una señal para que todos abandonaran la sala. Los consejeros se levantaron en silencio y lentamente desparecieron tras la puerta.
Permaneció el señor en silencio en la sala. Por fin, se incorporó de su silla y se retiró por la puerta semioculta tras el tapiz que le llevaba directamente a sus aposentos. Entró en la sala de la señora y se dejó caer pesadamente en la cama. Ella, en cuanto le vio entrar se levantó de la silla donde cosía con sus damas y su hija.
—Señoras, hija mía, por favor.
La niña y las damas inclinaron sus cabezas en señal de respeto y abandonaron la habitación. A continuación se recostó en la cama junto a él y esperó. El hombre permaneció en silencio con la cara escondida entre las sábanas.
—Estamos perdidos —dijo la fin.
—¿Tan grave es? Hace meses que resistimos.
Él respiró unos instantes. Se giró y la miró negando con la cabeza.
—No hay salida —ella pasó su mano por la blanca melena del hombre que yacía a su lado. En otros tiempos se le conoció más allá del valle como un seguro valedor y guerrero. Ahora sólo era un viejo asustado —. Estoy convencido de que si se lo propusieran la mitad de mi ejército me traicionaría.
—Bueno —sonrió ella—, eso todavía no ha ocurrido. Contadme cuál es la situación.
—¿La situación? Cualquier día caerán las murallas y todo habrá acabado. Tenemos un ejército de cuatrocientos soldados mal alimentados que protegen a una ciudad de cuatro mil personas. Cuando caigan las murallas entrarán como lobos —extendió la mano y acarició la cara de su mujer—. Temo por vosotras, señora —ella volvió a sonreír—. Quizás pueda intentar rendir la ciudad a cambio de garantizar vuestra seguridad.
—¿Haríais eso por nosotras?
—Claro, haría cualquier cosa. Pero ni siquiera es seguro que pudiera conseguirlo.
—¿Y qué sería de los demás?
—Me temo que todos estamos condenados. A los que no maten los venderán como esclavos.
—¿Y qué ocurrirá contigo, mi señor?
Se rió.
—Si pudieran yo sería el primero con el que acabarían.
La señora levantó la vista y observó la pequeña porción de cielo que se veía más allá del ventanal. Luego acarició de nuevo la melena del viejo león y tomando entre sus manos la daga que pendía de su cinturón, sonrió disfrazando una lágrima.
—Hay otras opciones, mi señor.

De nuevo fueron llamados los consejeros y el obispo a reunión. Cada uno de ellos ocupó su espacio acostumbrado y esperó. El silencio del hambre se extendía por la ciudad como un pesado gas. Poco después apareció el señor con paso abatido.
—He estado pensando en lo que me habéis dicho —le costó hablar—. Y creo que sí, que puede que aún haya una posibilidad. Aún tenemos una posibilidad —se sentó. Todos permanecieron en silencio—. Pero exige un gran sacrificio de todos. ¿Estáis dispuestos a lo que sea para salvar el castillo?
Los miembros del consejo se miraron.
—Siempre, señor —exclamó el jefe militar levantándose.
Los demás miembros del consejo se sumaron a continuación, aunque con menor seguridad
—Ilustrísima, necesito su absolución por lo que vamos a hacer.
Y el obispo, elevó la mano derecha y dibujó la señal de la cruz. Ego te absolvo in nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti. Amen.
—Consejero general —se levantó de la silla, se ciñó la espada a la cintura y le señaló con el dedo—, reúne las tropas en el patio. Debo hablarles.
No se tardó en reunir a todos los soldados que no se encargaban de cuidar las murallas más de lo que se tarda en recoger el grano de un campo pequeño. Formaron lentamente en brigadas en cuadros de veinte soldados con un capitán por delante de cada uno de ellos.
—Soldados —alzó la voz—, necesitamos hacer un gran esfuerzo. Un esfuerzo doloroso que salvará nuestras vidas y asegurará la supervivencia del valle —los soldados le escuchaban en silencio. Estaban cansados y su moral parecía tan próxima a derrumbarse como las murallas.— Desde este momento, todos los niños varones mayores de diez años pasan a ser soldados. Que avancen los capitanes —ordenó. Avanzaron éstos hasta quedar lo suficientemente cerca y esperaron. Un rumor se elevó entre los soldados—. Capitanes —puso la mano sobre el pomo de la espada—, detengan a todos los miembros del consejo y al obispo. Deténganlos a todos menos a su general —dudaron unos instantes—. Deténganlos —insistió. En seguida desenfundaron las espadas y apresaron a los que se había indicado.
—¿Qué es esto, mi señor? —preguntó el consejero que había planteado la rendición.
—Esto, consejeros, es vuestro sacrificio.
—Traición —intentaron protestar—. Soldados, esto es una traición.
—Bendígame, ilustrísima —elevó su voz por encima del griterío dirigiéndose al obispo que era empujado por varios capitanes—. Bendígame por lo que vamos a hacer. Soldados —habló entonces al resto de la tropa que permanecía en formación—, llevadlos a la puerta de la muralla. Y con ellos a todos los varones que no sean soldados. Todos serán entregados al enemigo. Las mujeres mayores de veinticinco años también serán entregadas —el rumor entre la tropa se elevó y pareció que surgían dudas y resistencias entre los propios soldados—. Liberémonos de nuestras ataduras en esta hora de horror. Ya no tenemos hijos, ni esposas, ni padres, ni hermanos. Nos tenemos solo a nosotros mismos y a nuestros hermanos de armas. Aquellos de vosotros que no seáis capaces de cumplir las órdenes deberéis arrojar las armas al suelo ahora y se os perdonará la vida. Aquellos que se resistan serán tratados como enemigos —un soldado cayó al suelo herido por las armas de sus camaradas—. Las raciones de todos serán confiscadas. Además, la ciudad deberá ser devastada. Cuando caigan las murallas, que caerán, no encontrarán cobijo ni las ratas. Todas las mujeres que queden y todos los soldados os alojaréis desde ahora mismo en el castillo. Cumplid lo ordenado —se retiró al interior del castillo sin observar las primeras muertes que sus órdenes empezaban a causar.
Más tarde, desde el ajimez del Consejo el señor y el consejero militar observaban como eran expulsados fuera de la ciudad todos los condenados. De nada servían los gritos desesperados y las súplicas. Prietas y cerradas como un único cuerpo las filas de soldados avanzaban lentamente con escudos y lanzas. Los cuerpos que quedaban atrás nunca se levantarían. Mientras tanto por la ciudad aparecían y se elevaban las primeras columnas de humo negro.
—¿Señor —preguntó el general con un estremecimiento—, servirá de algo este horror? —el señor miraba hacia el exterior, hacia los cuerpos que iban quedando esparcidos por las calles.
—No lo sé —miró entonces al consejero. Vio en su mirada un rictus de desprecio—. Pero sí sé que si quieren tomar el castillo tendrán que volver a empezar. Llevan diez meses acampados frente a nuestras puertas. ¿Podrán estar otros diez meses así? ¿Soportarán otro invierno a la intemperie? Ya veremos. Nosotros ahora tenemos comida y estamos protegidos.
El general no contestó. Se asomó un poco más al ventanal y vio como a los pies del muro un grupo de mujeres y niñas eran empujadas por los soldados hacia el interior del castillo. Algunas lloraban y suplicaban para que las dejaran ir con sus familiares que en ese mismo instante eran expulsados más allá de la puerta de las murallas. Algunos se aferran al destino de los suyos aunque eso implique su propia perdición.
—¿General, a cuántos soldados ha habido que reducir?
No contestó. En vez de hacerlo, preguntó el general sin dejar de mirar la escena de lucha que se desarrollaba a sus pies:
—¿Por qué ha salvado a las mujeres, señor?
—¿Han sido muy numerosos los casos de resistencia?
—¿Por qué a las mujeres y no a los niños? —insistió de nuevo elevando la voz.
—¿Con cuántas fuerzas contamos?
—Maldita sea, ¿por qué no ha salvado también a los niños? —gritó el consejero cogiendo al señor por el cuello y empujándolo contra las jambas del ventanal.
—No necesitamos niños, necesitamos soldados —de un manotazo apartó las manos del general y lo alejó de él.
—Yo tenía un hijo —arremetió de nuevo contra el señor cogiéndolo por el cuello y arrastrándolo por el muro. Un momento después vio que tenía un cuchillo a la altura del pecho y se detuvo. Le soltó y desentendiéndose de él volvió hacia el ventanal—. Maldito.
—Bien —gritó—. Lo he ordenado porque yo tengo una hija. ¿Eso es lo que quereis oír, general? —repitió lentamente bajando la voz mientras guardaba la daga. Después se apoyó de nuevo en el muro—. Pues puede que sí, puede que sea por eso. Puede que sea porque yo tengo una hija. Pero sobre todo es porque cuando todo esto termine tendremos que repoblar el valle.
—Dios mío. Es una barbaridad —el consejero puso la cabeza en la fría pared de las jambas del ventanal.
—¿Sí? —el señor se dio la vuelta y se sentó en su silla en el Consejo— ¿Eso pensáis de verdad, general? ¿Creéis que su destino sería mejor si el castillo cayera?
—No lo sé. Pero sé que el destino de mi hijo hoy no puede ser peor.
—¿Y mejor? ¿Decidme, sería mejor si cayera la ciudad?
—Bien sabéis que no —gritó antes de asomarse de nuevo a la ciudad. A sus pies las columnas de humo ocultaban ya el cielo y las llamas se asomaban por encima de los tejados allí donde éstos aún no se habían derrumbado—. Pero nos habéis pedido un sacrificio monstruoso.
—Lo sé. Pero no os preocupéis. No espero sobrevivir. Yo también he pagado un alto precio. Y pagaré el que se me exija.
—¿Sí? —el general se giró hacia el interior para mirar al señor. Era su cara una mueca de desprecio— ¿Cuál ha sido el precio que habéis tenido que pagar? Vuestra familia sigue viva. ¿Qué más podíais pedir en estas circunstancias? ¿Dónde está la señora? —gritó de nuevo—. ¡Quiero verla!
El señor puso la mano en la daga de su cinturón.
—Ella fijó la edad en veinticinco años.
El Consejero sonrió.
—Comprendo.
—No. No comprendeis, general. No comprendeis nada. La señora cumplió veintiséis hace unos días.

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