martes, 8 de abril de 2014

Que no se diga, abuelete.



Ilustración Iván Solbes
http://molatener5.com




Subimos al castillo a media tarde. En cuanto llegué me senté a la sombra del muro. Alicia se quedó de pie. Vamos a verlo. No te rindas, abuelete. Me cogió de la mano y tiró hacia ella intentando levantarme.
—No. Yo me quedo. Ve tú si quieres.
Ascendió por la rampa que discurría en paralelo al muro. Cuando llegó donde debía estar la puerta se detuvo. Me hizo un gesto de despedida con la mano y desapareció. Yo me quedé sentado en el suelo, con la espalda apoyada en la pared. Subir la montaña hasta las ruinas me había agotado. Evidentemente mi capacidad física empezaba a ser patética. Y Alicia, una hora antes, mientras mirábamos la montaña desde el aparcamiento, ¿vamos, cariño? ¿Adónde? Al castillo. ¿Allá arriba? ¿Estás borracha? Venga, abuelete, que no se diga. Anda, mi amor, hazlo por mi. Pero, mujer, si son unas putas ruinas. Corrió montaña a través. ¡Abuelete! Y yo, apoyado en la pared del castillo, con el alma en la boca, ¿qué no se diga? Joder. Una piedra cayó apenas a un metro de mis pies.
—¡Eh! —exclamé—. Cuidado que me vas a romper la cabeza.
—Venga, cariño. Tienes que ver esto. Es precioso.
Me incorporé con algún esfuerzo.
—Voy para allá. Pero como no me guste. Ay, la que se va a liar como no me guste.
Una risa de veinticinco años saludó mi amenaza desde el otro lado del muro. Ascendí la rampa arrastrando los pies. Cuando me di cuenta de que mi costado derecho quedaba al descubierto comprendí por qué la rampa de acceso la habían construido a la derecha de la puerta vista de frente. El asaltante se cubría con el escudo a la izquierda, luego era más fácil repeler un ataque desde ese lado. A eso se sumaba que al estar el acceso al final de una cuesta la avalancha ofensiva era más lenta. Por último aprecié que el hecho de que la puerta quedara en ángulo recto con el camino hacía inviable la utilización del ariete. Curiosidades de la ingeniería militar desde el origen de las guerras hasta la aparición de la pólvora.
Cuando atravesé la puerta me encontré con un patio y una torre del homenaje en ruinas. Alicia se escondió entre bloques de piedras y restos de muros rodeados y cubiertos por vegetación.
—No te escondas. Que te he visto.
Pero no la perseguí. En vez de eso me adentré en el patio y miré a mi alrededor. De repente una cabeza se asomó por el ventanal de la torre.
—¿Le gusta todo esto?
—Claro que me gusta.
—Pues si le gusta ahora, en otro tiempo le habría impresionado. Esta era la última frontera. Reyes y reinas han dormido a cubierto entre estos muros.
—¿Quién es usted?
—Yo soy el marqués de Cuernacabra y señor de este castillo.
—Es un honor. Debió ser un castillo magnífico.
—Esa es la palabra, sí, señor. Magnífico. Cincuenta hombres de armas. Trescientos siervos y quinientos más liberados. Ferias de ganado, ferias de mercado. Fiestas que competían con las de la ciudad en grandiosidad. Sí, era un castillo magnífico.
—¿Y qué ocurrió para que acabara así?
—Nada.
—¿Nada?
—En efecto. Nada. Me morí. Y mi hija lo hizo antes que yo. Y mi hermano nunca se casó. Sé que estaba enamorado de mi mujer. Y ella de él, todo sea dicho. Así que no tuvo hijos. Eso pasó. Nada.
Alicia asomó la cabeza de entre las ramas del latonero.
—¿Cariño, con quién estás hablando?
—¿Quién yo? No me creerías. Luego te lo cuento —y dirigiéndome al señor del castillo–. ¿Y cómo murió? ¿Algún combate?
—Cariño, me estás asustando —interrumpió Alicia.
Le hice señas al marqués de que continuara.
—No, que va —se rió—. Unas fiebres. Bueno, en realidad fue un dolor de muelas y luego unas fiebres.
—Vaya. Ya veo. Una infección que degeneró...
—Cariño, me estás poniendo muy nerviosa —Alicia me interrumpió de nuevo—. Ya está bien. Venga, el juego ha terminado. Es muy divertido, pero ya vale. Deja de hablar solo.
—No te preocupes, mi amor. Estoy hablando con el dueño del castillo —la miré. Quería transmitirle con aquella mirada toda la emoción que sentía por aquel encuentro.
Pero en vez de emocionarse, Alicia gritó y salió corriendo despavorida. Se detuvo en la brecha de la muralla y me miró. Después desapareció sin dejar de gritar. Me asomé a la muralla y la vi descender por la montaña hacia el coche.
—Vaya, se ha asustado —me encogí de hombros.
—Sí. Es una lástima, porque les iba a invitar a un baile que queríamos hacer esta noche.
—¿Van a hacer una fiesta esta noche aquí?
El señor lo confirmó con un gesto de la cabeza.
—Así podrían conocer a mi hija y a mi señora.
—Imagino que entenderán que no asistamos.
—Sí. Es una lástima.
—Salude a vuestra familia de mi parte. Con vuestro permiso, voy a buscar a mi novia.
—¿Vuestra novia? Pensé que era vuestra hija.
—Sí. A veces yo también lo pienso. Descansad en paz.
Me despedí y descendí la pendiente de la montaña con tranquilidad. Alicia me esperaba muy asustada al lado del coche. Cuando llegué me amenazó con un palo. No me costó mucho convencerla de que no me había vuelto loco. Pero lo que no conseguí fue convencerla para asistir al baile de esa noche. Poco después nos casamos y ya nunca dejó de llamarme abuelete ni dejó de provocarme. Pero eso sí, jamás, jamás volvió a intentar asustarme.


jueves, 3 de abril de 2014

Bendígame, ilustrísima


—No sé si podremos aguantar más, señor.
—¿Cuál es el problema?
—Las provisiones. Nuestros hombres están muy débiles. Algunos apenas se sostienen en pie.
—Comprendo.
El silencio se paseó por la sala del Consejo. Más allá de los muros del castillo, entre éstos y las murallas exteriores, y pese a ser casi mediodía, la ciudad también permanecía en silencio, como contagiada del pesimismo del consejero militar.
—¿Y si intentamos una salida? —se aventuró un miembro del Consejo.
—Sería un grave error. Las dos últimas fueron un fracaso.
—¿Y qué se sabe de los minadores? —se enderezó sobre su silla otro consejero.
—Nada. Pero estamos seguros de que están avanzando con sus túneles. Por el tipo de terreno y por los meses que hace que están excavando, imaginamos que deben estar apunto de encontrar los cimientos de las murallas, si no lo han hecho ya. Una vez que hayan llegado será cuestión de pocos días que las agrieten y derrumben con el fuego.
El señor levantó la mano dando por terminada la intervención.
—Gracias, general —miró al resto del Consejo.
—Con su permiso, señor —levantó una mano el consejero que habló de hacer una salida—, tal vez deberíamos intentar llegar a un acuerdo. Quizás aún estemos a tiempo.
Y el obispo afirmó con la cabeza.
—Hijo mío, en situaciones tan dramáticas como ésta, el señor, en su sabiduría, sabrá perdonar aquello que haya que hacer por doloroso que sea.
Otro consejero, más asustado, intervino también.
—Podríamos entregarles como esclavos a tantos campesinos como nos pidan y pactar una rendición económica. Así, al menos, salvaríamos la vida —numerosos consejeros parecieron aprobar la medida—. Pero hay que hacerlo ya, señor. Mientras aún estemos a tiempo.
El señor guardó silencio durante un instante.
—Bien, dejadme. Os volveré a llamar.
Con la mano hizo una señal para que todos abandonaran la sala. Los consejeros se levantaron en silencio y lentamente desparecieron tras la puerta.
Permaneció el señor en silencio en la sala. Por fin, se incorporó de su silla y se retiró por la puerta semioculta tras el tapiz que le llevaba directamente a sus aposentos. Entró en la sala de la señora y se dejó caer pesadamente en la cama. Ella, en cuanto le vio entrar se levantó de la silla donde cosía con sus damas y su hija.
—Señoras, hija mía, por favor.
La niña y las damas inclinaron sus cabezas en señal de respeto y abandonaron la habitación. A continuación se recostó en la cama junto a él y esperó. El hombre permaneció en silencio con la cara escondida entre las sábanas.
—Estamos perdidos —dijo la fin.
—¿Tan grave es? Hace meses que resistimos.
Él respiró unos instantes. Se giró y la miró negando con la cabeza.
—No hay salida —ella pasó su mano por la blanca melena del hombre que yacía a su lado. En otros tiempos se le conoció más allá del valle como un seguro valedor y guerrero. Ahora sólo era un viejo asustado —. Estoy convencido de que si se lo propusieran la mitad de mi ejército me traicionaría.
—Bueno —sonrió ella—, eso todavía no ha ocurrido. Contadme cuál es la situación.
—¿La situación? Cualquier día caerán las murallas y todo habrá acabado. Tenemos un ejército de cuatrocientos soldados mal alimentados que protegen a una ciudad de cuatro mil personas. Cuando caigan las murallas entrarán como lobos —extendió la mano y acarició la cara de su mujer—. Temo por vosotras, señora —ella volvió a sonreír—. Quizás pueda intentar rendir la ciudad a cambio de garantizar vuestra seguridad.
—¿Haríais eso por nosotras?
—Claro, haría cualquier cosa. Pero ni siquiera es seguro que pudiera conseguirlo.
—¿Y qué sería de los demás?
—Me temo que todos estamos condenados. A los que no maten los venderán como esclavos.
—¿Y qué ocurrirá contigo, mi señor?
Se rió.
—Si pudieran yo sería el primero con el que acabarían.
La señora levantó la vista y observó la pequeña porción de cielo que se veía más allá del ventanal. Luego acarició de nuevo la melena del viejo león y tomando entre sus manos la daga que pendía de su cinturón, sonrió disfrazando una lágrima.
—Hay otras opciones, mi señor.

De nuevo fueron llamados los consejeros y el obispo a reunión. Cada uno de ellos ocupó su espacio acostumbrado y esperó. El silencio del hambre se extendía por la ciudad como un pesado gas. Poco después apareció el señor con paso abatido.
—He estado pensando en lo que me habéis dicho —le costó hablar—. Y creo que sí, que puede que aún haya una posibilidad. Aún tenemos una posibilidad —se sentó. Todos permanecieron en silencio—. Pero exige un gran sacrificio de todos. ¿Estáis dispuestos a lo que sea para salvar el castillo?
Los miembros del consejo se miraron.
—Siempre, señor —exclamó el jefe militar levantándose.
Los demás miembros del consejo se sumaron a continuación, aunque con menor seguridad
—Ilustrísima, necesito su absolución por lo que vamos a hacer.
Y el obispo, elevó la mano derecha y dibujó la señal de la cruz. Ego te absolvo in nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti. Amen.
—Consejero general —se levantó de la silla, se ciñó la espada a la cintura y le señaló con el dedo—, reúne las tropas en el patio. Debo hablarles.
No se tardó en reunir a todos los soldados que no se encargaban de cuidar las murallas más de lo que se tarda en recoger el grano de un campo pequeño. Formaron lentamente en brigadas en cuadros de veinte soldados con un capitán por delante de cada uno de ellos.
—Soldados —alzó la voz—, necesitamos hacer un gran esfuerzo. Un esfuerzo doloroso que salvará nuestras vidas y asegurará la supervivencia del valle —los soldados le escuchaban en silencio. Estaban cansados y su moral parecía tan próxima a derrumbarse como las murallas.— Desde este momento, todos los niños varones mayores de diez años pasan a ser soldados. Que avancen los capitanes —ordenó. Avanzaron éstos hasta quedar lo suficientemente cerca y esperaron. Un rumor se elevó entre los soldados—. Capitanes —puso la mano sobre el pomo de la espada—, detengan a todos los miembros del consejo y al obispo. Deténganlos a todos menos a su general —dudaron unos instantes—. Deténganlos —insistió. En seguida desenfundaron las espadas y apresaron a los que se había indicado.
—¿Qué es esto, mi señor? —preguntó el consejero que había planteado la rendición.
—Esto, consejeros, es vuestro sacrificio.
—Traición —intentaron protestar—. Soldados, esto es una traición.
—Bendígame, ilustrísima —elevó su voz por encima del griterío dirigiéndose al obispo que era empujado por varios capitanes—. Bendígame por lo que vamos a hacer. Soldados —habló entonces al resto de la tropa que permanecía en formación—, llevadlos a la puerta de la muralla. Y con ellos a todos los varones que no sean soldados. Todos serán entregados al enemigo. Las mujeres mayores de veinticinco años también serán entregadas —el rumor entre la tropa se elevó y pareció que surgían dudas y resistencias entre los propios soldados—. Liberémonos de nuestras ataduras en esta hora de horror. Ya no tenemos hijos, ni esposas, ni padres, ni hermanos. Nos tenemos solo a nosotros mismos y a nuestros hermanos de armas. Aquellos de vosotros que no seáis capaces de cumplir las órdenes deberéis arrojar las armas al suelo ahora y se os perdonará la vida. Aquellos que se resistan serán tratados como enemigos —un soldado cayó al suelo herido por las armas de sus camaradas—. Las raciones de todos serán confiscadas. Además, la ciudad deberá ser devastada. Cuando caigan las murallas, que caerán, no encontrarán cobijo ni las ratas. Todas las mujeres que queden y todos los soldados os alojaréis desde ahora mismo en el castillo. Cumplid lo ordenado —se retiró al interior del castillo sin observar las primeras muertes que sus órdenes empezaban a causar.
Más tarde, desde el ajimez del Consejo el señor y el consejero militar observaban como eran expulsados fuera de la ciudad todos los condenados. De nada servían los gritos desesperados y las súplicas. Prietas y cerradas como un único cuerpo las filas de soldados avanzaban lentamente con escudos y lanzas. Los cuerpos que quedaban atrás nunca se levantarían. Mientras tanto por la ciudad aparecían y se elevaban las primeras columnas de humo negro.
—¿Señor —preguntó el general con un estremecimiento—, servirá de algo este horror? —el señor miraba hacia el exterior, hacia los cuerpos que iban quedando esparcidos por las calles.
—No lo sé —miró entonces al consejero. Vio en su mirada un rictus de desprecio—. Pero sí sé que si quieren tomar el castillo tendrán que volver a empezar. Llevan diez meses acampados frente a nuestras puertas. ¿Podrán estar otros diez meses así? ¿Soportarán otro invierno a la intemperie? Ya veremos. Nosotros ahora tenemos comida y estamos protegidos.
El general no contestó. Se asomó un poco más al ventanal y vio como a los pies del muro un grupo de mujeres y niñas eran empujadas por los soldados hacia el interior del castillo. Algunas lloraban y suplicaban para que las dejaran ir con sus familiares que en ese mismo instante eran expulsados más allá de la puerta de las murallas. Algunos se aferran al destino de los suyos aunque eso implique su propia perdición.
—¿General, a cuántos soldados ha habido que reducir?
No contestó. En vez de hacerlo, preguntó el general sin dejar de mirar la escena de lucha que se desarrollaba a sus pies:
—¿Por qué ha salvado a las mujeres, señor?
—¿Han sido muy numerosos los casos de resistencia?
—¿Por qué a las mujeres y no a los niños? —insistió de nuevo elevando la voz.
—¿Con cuántas fuerzas contamos?
—Maldita sea, ¿por qué no ha salvado también a los niños? —gritó el consejero cogiendo al señor por el cuello y empujándolo contra las jambas del ventanal.
—No necesitamos niños, necesitamos soldados —de un manotazo apartó las manos del general y lo alejó de él.
—Yo tenía un hijo —arremetió de nuevo contra el señor cogiéndolo por el cuello y arrastrándolo por el muro. Un momento después vio que tenía un cuchillo a la altura del pecho y se detuvo. Le soltó y desentendiéndose de él volvió hacia el ventanal—. Maldito.
—Bien —gritó—. Lo he ordenado porque yo tengo una hija. ¿Eso es lo que quereis oír, general? —repitió lentamente bajando la voz mientras guardaba la daga. Después se apoyó de nuevo en el muro—. Pues puede que sí, puede que sea por eso. Puede que sea porque yo tengo una hija. Pero sobre todo es porque cuando todo esto termine tendremos que repoblar el valle.
—Dios mío. Es una barbaridad —el consejero puso la cabeza en la fría pared de las jambas del ventanal.
—¿Sí? —el señor se dio la vuelta y se sentó en su silla en el Consejo— ¿Eso pensáis de verdad, general? ¿Creéis que su destino sería mejor si el castillo cayera?
—No lo sé. Pero sé que el destino de mi hijo hoy no puede ser peor.
—¿Y mejor? ¿Decidme, sería mejor si cayera la ciudad?
—Bien sabéis que no —gritó antes de asomarse de nuevo a la ciudad. A sus pies las columnas de humo ocultaban ya el cielo y las llamas se asomaban por encima de los tejados allí donde éstos aún no se habían derrumbado—. Pero nos habéis pedido un sacrificio monstruoso.
—Lo sé. Pero no os preocupéis. No espero sobrevivir. Yo también he pagado un alto precio. Y pagaré el que se me exija.
—¿Sí? —el general se giró hacia el interior para mirar al señor. Era su cara una mueca de desprecio— ¿Cuál ha sido el precio que habéis tenido que pagar? Vuestra familia sigue viva. ¿Qué más podíais pedir en estas circunstancias? ¿Dónde está la señora? —gritó de nuevo—. ¡Quiero verla!
El señor puso la mano en la daga de su cinturón.
—Ella fijó la edad en veinticinco años.
El Consejero sonrió.
—Comprendo.
—No. No comprendeis, general. No comprendeis nada. La señora cumplió veintiséis hace unos días.

LA CÁMARA


Antonio, quédate esta tarde con Don Miguel y haces lo que él te pida. Que no se quede solo. ¿De acuerdo, hijo? Nosotros vendremos en cuanto podamos. Y yo, claro, papá. Y no se quedó solo. Bueno, sí, un momento. Don Miguel, que nunca había estado interesado en hacer fotos, me dijo, ¿tú tienes cámara? Y yo, sí. Es de mi padre. Déjamela ver. Y yo, ahora mismo la traigo. Salí corriendo a buscarla a mi casa y en menos de un segundo ya estaba de vuelta con la cámara en mis manos. Es de mi padre. Y él, ya lo sé, hijo, ya lo sé. Déjamela. Mi Mati siempre decía que quería hacer fotos, y yo siempre le decía lo mismo, que mejor se fijara bien y que la memoria decidiera. Que donde hay ojos y cabeza no se precisa de nada más. Un artista puede que sea capaz de captar lo que los ojos no ven, de detener el instante. No digo que no; pero yo no. Apenas puedo ver lo que hay. En fin, hijo, que nunca tuvimos cámara. Pero ahora tengo que hacerlo. Tengo que aprender. Y además, hoy no voy a ir.
Se incorporó en la silla. Hoy estoy cansado. A ver, ¿cómo funciona este trasto? Me senté en la silla de enfrente y traté de explicarle el funcionamiento de la cámara. Pero aún estaba a la mitad de la explicación cuando observé que Don Miguel tenía la mirada perdida más allá de la habitación. Espera, espera, hijo, es demasiado complicado para mí. Y yo, no sé, Don Miguel, sonreí, hay otras más sencillas. Y él, ésas son las que quiero. Si un día puedes me traes una de ésas. Una en la que sólo haya que mirar y apretar. Y sacó del bolsillo un billete de veinte euros. Y yo, claro, Don Miguel, pero puede que sea más cara. Joder, exclamó. Pues no hay cámara. Dame los veinte euros. Se los devolví y los guardó en el bolsillo de nuevo. Se recostó sobre el respaldo y siguió mirando la sombra que formaba la ventana en el suelo de la habitación. Allí donde dormía una silla vacía. Sí. Hoy no voy a ir a la reunión. Y hurgó con sus nervudas manos en los bolsillos de la camisa buscando un pitillo. Estoy harto de esas reuniones que más parecen charlas de asilo que de otra cosa. Sus ojos cambiaron de posición. Ahora miraba el diploma del título de bachiller elemental colgado en la pared. Respiró con suavidad mientras buscaba el mechero en otro bolsillo. Prendió el cigarrillo y de nuevo se recostó sobre el respaldo de la silla. Y tú, me preguntó, ¿no tienes nada que hacer? Yo me encogí de hombros. Bien, Antoñito, bien. Pero que sepas que si tienes que hacer algo, hay que hacerlo. Y yo, claro. Y él, que no quiero que te quedes aquí por mí, que yo estoy bien. Miró el cigarrillo humeante. Asentí con la cabeza. De nuevo sus ojos se dirigieron hacia el diploma de la pared, y, atravesándolo, volaron por encima de la colonia de pisos y más pisos que formaban el barrio, y corrieron veloces hasta dejar atrás, muy atrás, el espacio que nos rodeaba. Parecía sonreír.

Miguel, te quiero. Te quiero, Miguel. Dijo Matilde mientras se abrazaba a su cuello. Y Miguel, sentado en el ribazo, la dejó hacer mientras observaba a lo lejos el discurrir de las nubes sobre el llano. Mañana lloverá, pensó. La camisa blanca por fuera del pantalón y alguna brizna de paja en el pelo revuelto. Sonrió y arrancó del suelo un puñado de hierba. Repasó los brotes y eligió el más tierno para llevárselo a los dientes. El resto lo lanzó al aire y se fue volando con la brisa recién levantada. ¿Y por qué me quieres? Y, Matilde, sonriendo, ay, Miguel, qué cosas preguntas. Se incorporó, deshaciendo el abrazo. No sé, te quiero. Supongo que es porque eres fuerte. Y recogiéndose el largo pelo negro en un moño con sorprendente habilidad. Te quiero porque nunca te he visto rendido. No sé. Porque eres orgulloso. Supongo que te quiero por todo eso. Y bajando la cabeza con una sonrisa tímida, bueno, por eso y por lo demás. Ahora se alisaba la falda y sacudía las manchas de polvo con las manos. Miguel la miró un momento con la hierba en la comisura de los labios. Yo también te quiero.

¿Cuántos años tienes, Antoñito? Y yo, diez. Pronto te enamorarás. Y yo, en silencio, me avergoncé. ¿Sabes? Cuando yo era niño, más o menos como tú, también me enamoré. No recuerdo la fecha, pero recuerdo el día y el año. Era el jueves santo de mil novecientos cuarenta o cuarenta y uno, no sé. Y ella se llamaba Felisa. Mi Felisita. Estaba detrás de mí en la procesión. Ya ves qué tontería. Todos los niños delante formando una línea, cogidos a una cuerda que cruzaba la calle de acera a acera. Y detrás todas las niñas. Y tras ellas el joputa del cura, como un centurión romano abriendo el paso al Cristo crucificado. Y mi Felisa detrás de mí, que me sonreía. Y yo que no podía mirar al frente. Y el joputa del cura que me observaba como si fuera un criminal. Pero la sonrisa de Felisa iluminaba más que todas las velas del mundo. Y, claro, sonrió, cuando terminó la procesión, el bofetón y el tirón de orejas, que el muy cabrón del cura casi me la arranca. O eso sentí. Y lo peor no fue eso. Lo peor fue no poder controlar las lágrimas delante de mi Felisita. La vergüenza. Porque los hombres se hacían hombres porque dejaban de llorar. Porque los hombres no lloran. Y luego, Don Miguel se enderezó para tirar la ceniza, ya ves, la mierda. Felisa desapareció. Se fue para siempre. Le miré con extrañeza. Sí, Antoñito, se fue con sus padres a vivir a Barcelona. Fueron los primeros. Pronto todos los hombres se fueron a vivir a las ciudades. Y yo, ¿por qué? Se encogió de hombros. Porque éramos pobres y allí había trabajo. Esa fue la última vez que lloré. La vi subirse al coche del correo, me sonrió entre lágrimas, y desapareció más allá de la cuesta del Calvario. Y de nuevo Don Miguel parecía mirar la habitación. De nuevo estaba allí conmigo. No te olvides, Antoñito, hijo, consígueme una cámara de fotos. Y yo, sorprendido, pero si no tengo dinero. Y él, claro, es verdad. Bien, olvídalo, sentenció, apagando el cigarrillo. Maldito dinero. ¿Don Miguel, me atreví a preguntar, por qué no va a ir a la reunión? Me miró sorprendido. Pues porque allí no hago nada. El partido ahora no sirve para nada. Y yo, pero mi padre dice que le hace mucho bien ir a sus reuniones, que allí al menos está con gente. Pero, protestó, yo no quiero estar con gente. Y dile a tu padre que se meta en sus asuntos. Yo lo miraba en silencio. No, rectificó, mejor no le digas nada. Pero para estar con gente están los asilos. Al partido se va a hacer política y punto. Entonces me encogí de hombros de nuevo. Y él, sonriendo, mira, Antoñito, a ver si te lo explico. ¿Tú eres comunista?

¿Eres comunista, Miguel? ¿Yo? No sé. Don Anselmo sonreía desde el caballo. Sí, seguro que eres comunista. Sigue trabajando, chaval. Sí. Eres igual que tu padre. Todos sois unos malditos resentidos. ¿Verdad que sí? No lo sé, Don Anselmo. Y Don Anselmo desde el caballo, a veces pienso que tu padre tuvo suerte, que si aquella mula no hubiese acabado con él yo mismo le habría matado. ¿Qué piensas tú, chaval? Miguel se detuvo. Se enderezó sobre sus catorce años y le miró. No lo sé, pero a lo mejor la suerte la tuvo usted. Don Anselmo soltó una carcajada. Bien dicho, chaval. Así se responde. Con dos cojones. Pero no te pares, coño, que no te pago por hablar. Esta tarde me terminas esta hilera y la siguiente y te puedes ir a casa. Y aún seguía riendo mientras se alejaba al paso entre las viñas.

¿Tú eres comunista, Antoñito? Y yo, no sé. Sí. Si eres obrero, hijo de obreros, o eres comunista o eres idiota. Y tú no eres idiota, ¿verdad que no? Y yo, riendo, no, claro. Y él, claro que no. Pues entonces serás comunista. La diferencia está en si serás un buen comunista o no. Ahora sólo están los malos. ¿Entiendes? Y yo, pues no. Y él, buscando de nuevo un pitillo, que sí, hombre. Los buenos comunistas son aquéllos que saben que hay que pelear por aquello en lo que se cree, y los malos son los que piensan que hay que hacer lo que los demás quieren que se haga. ¿Comprendes? Y yo, riendo, pues no. Y él, encendiendo el cigarrillo, Antoñito, hijo, ya no estoy seguro de que vayas a ser comunista. Vamos a ver, ¿tú sabes quién era Stalin?

¿Qué, Miguel? Hoy estarás de luto. Y Miguel, sentado junto a la fuente, con el jamón y la navaja en la mano. ¿Por qué? Y Don Anselmo, riendo mientras se sentaba. Coño, porque hoy ha muerto Stalin. ¿Quién? Y Don Anselmo, anda que menudo comunista de mierda estás hecho. Coño, pues que por fin ha llegado el día. Ya le tocaba la hora a ese cabrón. Miguel le miraba sin entender. Hombre, no me mires así. Stalin era vuestro jefe. El mayor hijo de puta que ha habido sobre la tierra. Miguel afirmó con la cabeza. Vaya, vaya, así que no sabes quién era Stalin. Y Miguel, mientras acercaba la boca al chorro de agua que manaba de la roca, no, Don Anselmo, bebió y se secó la boca con la manga, ahora sí lo sé. Don Anselmo le miró en silencio y asintió con la cabeza.

¿Tu sabes quién era Stalin? Y yo, no. Y él, claro, eres demasiado niño. Bueno, te cuento. Stalin era el jefe, el mejor comunista que ha existido después de Lenin. Y claro, ¿tampoco sabes quién era Lenin, verdad? Asentí. Bueno, mira, vamos a dejarlo. Algún día lo aprenderás. Sólo debes saber que faltan los buenos comunistas. Y ya está. Punto. Tu ahora no pienses en ello, pero no lo olvides. Asentí sonriendo. Buen chico, dijo, pasándome la mano por la cabeza. Y ahora dime, ¿a qué hora ponen el partido en la tele? Y yo, hoy no hay fútbol, Don Miguel, que hoy es martes. Y él, seguro que lo hay. Uno de esos internacionales. Seguro que es a las nueve y media. Y mirando su reloj, bien, faltan dos horas. La luz se filtraba mortecina por la ventana, pero aún no se habían encendido las farolas de la calle. Antoñito, enciéndeme la estufa que empieza a refrescar. Así, muy bien. Ahora Don Miguel de nuevo sonreía a la silla vacía del rincón. ¿Sabes que Mati nunca soportó que me gustara el fútbol? Y sonriendo, mi pobre Matilde. Mi pobre Mati.

Pues claro que quiero a mi Matilde, coño, ninguna de vosotras le llega a la punta del zapato. Pero también me gusta estar con vosotras. No es tan raro, creo yo, ¿no? Y Rosarillo pellizcándole la oreja, eres un golfo, Miguelón. Y Miguel, no te pases, Rosarillo, que te voy a dar. Rosarillo sonrió y se bajó las bragas desvergonzada, insinuando el deseo. A continuación se giró y le mostró el culo. Y Miguel, repitiendo, que te voy a dar. Entonces empezó a correr por el pasillo del burdel riendo y dando gritos con Miguel detrás hasta la habitación. La cerraron de un portazo. Mientras tanto, en su cocina, Matilde terminaba de pelar las patatas para el caldero.

Oye, Antoñito, dio una profunda calada al cigarrillo, tú deberías estar jugando por ahí o estudiando. No haciendo compañía a un viejo. Y de nuevo pareció irse lejos. Sumirse en un vago sueño con los ojos abiertos, mientras el cigarrillo moría poco a poco olvidado entre sus dedos. Sus ojos miraban ahora el hilo rojo de la estufa. ¿Sabes, Antoñito? Cuando era más joven Matilde me obligó a estudiar.

¿Qué pasa Miguel, sigues resentido conmigo? Miguel guardó silencio un momento. No. Con usted no, Don Anselmo. Vaya. Eso está bien. Yo tampoco lo estoy contigo. Pero has venido a verme morir, a asegurarte de que muero, ¿eh? Miguel le miró a los ojos. Usted también habría venido a verme a mi. Luego guardó silencio. Eso también es verdad. A Don Anselmo se le cortaba el habla. Bueno, pues ya está bien. Ya ves, me muero. Ya te puedes ir. Miguel le miró un instante y a continuación se giró hacia la puerta de la habitación. Espera, le llamó Don Anselmo, una cosa más. Te voy a dar un consejo, Miguel, deberías estudiar. Tú no eres tonto y puedes salir de aquí si lo intentas de veras. Y ahora vete de una maldita vez. Miguel le observó por última vez y asintió con la cabeza. A continuación se estrecharon la mano por primera vez y salió de la habitación. Luego, de vuelta a casa, se lo contó a Matilde. Ella le miró con sorpresa. Dos días después le dio un papel para estudiar a distancia. Sácame de aquí, Miguel. No quiero más miserias. Quiero salir de aquí. Quiero vivir. En el fuego del hogar hervía lentamente un cocido de verduras.

Tienes que estudiar mucho, Antoñito. Mira, señaló de nuevo el título de bachiller elemental que colgaba de la pared. Gracias a Matilde pude aprobarlo todo. Incluso religión. Y eso que me examinó el joputa del cura. Y yo, orgulloso, yo también estudio religión. Y él, pues estúdiala. Estúdiala bien. Es muy importante. Le miraba pero no entendía. Siempre me había parecido una tontería de asignatura. Pero él seguía dándole importancia. Mira, siempre nos han dicho que Dios nos hizo a su imagen y semejanza. Y yo asentí. Bueno, pues se olvidó de un pequeño detalle. Se olvidó de hacernos inmortales. Y yo, sin entender. ¿Comprendes, Antoñito? Debemos morir. Y yo, claro. Todos morimos. Y él, sí, pero ¿por qué? Y yo, no sé. Y él, pensativo, yo tampoco. Y calló. Y en el silencio se oyó el vacío de Doña Matilde. De repente, Don Miguel se revolvió. Antoñito, dijo, debes enseñarme a hacer fotografías.

Miguel, quiero ver el mundo. Quiero verlo todo.

Antoñito, tienes que enseñarme. Quiero hacer fotos de todo. De todo. De todo lo que vale la pena ver. Debo hacerlo. Tienes que enseñarme.

Miguel, mi amor, quiero vivir. Quiero viajar.

Y yo, claro, Don Miguel. Mire.

Hazlo por mí, Miguel. Estudia. Sácame de aquí.

Enséñame, Antoñito. Enséñame a hacer fotografías. Y yo, que sí, Don Miguel.

Hazlo por mi. Hazlo por Dios, Miguel. Y Miguel, no metas a ése en mi casa. Pues hazlo por tu padre o por quien quieras, pero hazlo. Estudia y vámonos de este pueblo miserable.

Y lo hice, Antoñito, lo hice. Pero se quedaron muchas cosas por hacer. Por eso debes enseñarme. Y de nuevo cogí la cámara de la mesa. Éste es el objetivo, empecé a explicarle. Y por este otro sitio es por donde se mira. Luego sólo hay que enfocar hasta que vemos bien la imagen. Después miramos la luz y la velocidad y se dispara y ya está. Don Miguel me miraba en silencio. No, Antoñito, eso es muy complicado. Yo quiero una cámara de ésas en las que sólo hay que mirar y disparar. Tengo una deuda que pagar. Y yo, divertido, pero, Don Miguel, no tengo dinero. Y él, joder, es verdad. Soy un viejo tonto. Se me va la cabeza. Olvídalo. Y guardó silencio. Y yo, no se preocupe, Don Miguel, cuando tenga dinero se la compraré y si quiere, mientras tanto, yo hago las fotos por usted. Don Miguel me miró sorprendido. No quiero tu dinero. No te pases, chaval. Y yo, avergonzado, perdón. Y él, sonriendo, no seas tonto. Muchas gracias, pero no. Ya veremos. Y ahora, por favor, enciende la televisión, a ver si vemos ese partido. Y yo lo hice aunque sabía que ese día no había partido y también que a Don Miguel no le importaba.