jueves, 3 de abril de 2014

LA CÁMARA


Antonio, quédate esta tarde con Don Miguel y haces lo que él te pida. Que no se quede solo. ¿De acuerdo, hijo? Nosotros vendremos en cuanto podamos. Y yo, claro, papá. Y no se quedó solo. Bueno, sí, un momento. Don Miguel, que nunca había estado interesado en hacer fotos, me dijo, ¿tú tienes cámara? Y yo, sí. Es de mi padre. Déjamela ver. Y yo, ahora mismo la traigo. Salí corriendo a buscarla a mi casa y en menos de un segundo ya estaba de vuelta con la cámara en mis manos. Es de mi padre. Y él, ya lo sé, hijo, ya lo sé. Déjamela. Mi Mati siempre decía que quería hacer fotos, y yo siempre le decía lo mismo, que mejor se fijara bien y que la memoria decidiera. Que donde hay ojos y cabeza no se precisa de nada más. Un artista puede que sea capaz de captar lo que los ojos no ven, de detener el instante. No digo que no; pero yo no. Apenas puedo ver lo que hay. En fin, hijo, que nunca tuvimos cámara. Pero ahora tengo que hacerlo. Tengo que aprender. Y además, hoy no voy a ir.
Se incorporó en la silla. Hoy estoy cansado. A ver, ¿cómo funciona este trasto? Me senté en la silla de enfrente y traté de explicarle el funcionamiento de la cámara. Pero aún estaba a la mitad de la explicación cuando observé que Don Miguel tenía la mirada perdida más allá de la habitación. Espera, espera, hijo, es demasiado complicado para mí. Y yo, no sé, Don Miguel, sonreí, hay otras más sencillas. Y él, ésas son las que quiero. Si un día puedes me traes una de ésas. Una en la que sólo haya que mirar y apretar. Y sacó del bolsillo un billete de veinte euros. Y yo, claro, Don Miguel, pero puede que sea más cara. Joder, exclamó. Pues no hay cámara. Dame los veinte euros. Se los devolví y los guardó en el bolsillo de nuevo. Se recostó sobre el respaldo y siguió mirando la sombra que formaba la ventana en el suelo de la habitación. Allí donde dormía una silla vacía. Sí. Hoy no voy a ir a la reunión. Y hurgó con sus nervudas manos en los bolsillos de la camisa buscando un pitillo. Estoy harto de esas reuniones que más parecen charlas de asilo que de otra cosa. Sus ojos cambiaron de posición. Ahora miraba el diploma del título de bachiller elemental colgado en la pared. Respiró con suavidad mientras buscaba el mechero en otro bolsillo. Prendió el cigarrillo y de nuevo se recostó sobre el respaldo de la silla. Y tú, me preguntó, ¿no tienes nada que hacer? Yo me encogí de hombros. Bien, Antoñito, bien. Pero que sepas que si tienes que hacer algo, hay que hacerlo. Y yo, claro. Y él, que no quiero que te quedes aquí por mí, que yo estoy bien. Miró el cigarrillo humeante. Asentí con la cabeza. De nuevo sus ojos se dirigieron hacia el diploma de la pared, y, atravesándolo, volaron por encima de la colonia de pisos y más pisos que formaban el barrio, y corrieron veloces hasta dejar atrás, muy atrás, el espacio que nos rodeaba. Parecía sonreír.

Miguel, te quiero. Te quiero, Miguel. Dijo Matilde mientras se abrazaba a su cuello. Y Miguel, sentado en el ribazo, la dejó hacer mientras observaba a lo lejos el discurrir de las nubes sobre el llano. Mañana lloverá, pensó. La camisa blanca por fuera del pantalón y alguna brizna de paja en el pelo revuelto. Sonrió y arrancó del suelo un puñado de hierba. Repasó los brotes y eligió el más tierno para llevárselo a los dientes. El resto lo lanzó al aire y se fue volando con la brisa recién levantada. ¿Y por qué me quieres? Y, Matilde, sonriendo, ay, Miguel, qué cosas preguntas. Se incorporó, deshaciendo el abrazo. No sé, te quiero. Supongo que es porque eres fuerte. Y recogiéndose el largo pelo negro en un moño con sorprendente habilidad. Te quiero porque nunca te he visto rendido. No sé. Porque eres orgulloso. Supongo que te quiero por todo eso. Y bajando la cabeza con una sonrisa tímida, bueno, por eso y por lo demás. Ahora se alisaba la falda y sacudía las manchas de polvo con las manos. Miguel la miró un momento con la hierba en la comisura de los labios. Yo también te quiero.

¿Cuántos años tienes, Antoñito? Y yo, diez. Pronto te enamorarás. Y yo, en silencio, me avergoncé. ¿Sabes? Cuando yo era niño, más o menos como tú, también me enamoré. No recuerdo la fecha, pero recuerdo el día y el año. Era el jueves santo de mil novecientos cuarenta o cuarenta y uno, no sé. Y ella se llamaba Felisa. Mi Felisita. Estaba detrás de mí en la procesión. Ya ves qué tontería. Todos los niños delante formando una línea, cogidos a una cuerda que cruzaba la calle de acera a acera. Y detrás todas las niñas. Y tras ellas el joputa del cura, como un centurión romano abriendo el paso al Cristo crucificado. Y mi Felisa detrás de mí, que me sonreía. Y yo que no podía mirar al frente. Y el joputa del cura que me observaba como si fuera un criminal. Pero la sonrisa de Felisa iluminaba más que todas las velas del mundo. Y, claro, sonrió, cuando terminó la procesión, el bofetón y el tirón de orejas, que el muy cabrón del cura casi me la arranca. O eso sentí. Y lo peor no fue eso. Lo peor fue no poder controlar las lágrimas delante de mi Felisita. La vergüenza. Porque los hombres se hacían hombres porque dejaban de llorar. Porque los hombres no lloran. Y luego, Don Miguel se enderezó para tirar la ceniza, ya ves, la mierda. Felisa desapareció. Se fue para siempre. Le miré con extrañeza. Sí, Antoñito, se fue con sus padres a vivir a Barcelona. Fueron los primeros. Pronto todos los hombres se fueron a vivir a las ciudades. Y yo, ¿por qué? Se encogió de hombros. Porque éramos pobres y allí había trabajo. Esa fue la última vez que lloré. La vi subirse al coche del correo, me sonrió entre lágrimas, y desapareció más allá de la cuesta del Calvario. Y de nuevo Don Miguel parecía mirar la habitación. De nuevo estaba allí conmigo. No te olvides, Antoñito, hijo, consígueme una cámara de fotos. Y yo, sorprendido, pero si no tengo dinero. Y él, claro, es verdad. Bien, olvídalo, sentenció, apagando el cigarrillo. Maldito dinero. ¿Don Miguel, me atreví a preguntar, por qué no va a ir a la reunión? Me miró sorprendido. Pues porque allí no hago nada. El partido ahora no sirve para nada. Y yo, pero mi padre dice que le hace mucho bien ir a sus reuniones, que allí al menos está con gente. Pero, protestó, yo no quiero estar con gente. Y dile a tu padre que se meta en sus asuntos. Yo lo miraba en silencio. No, rectificó, mejor no le digas nada. Pero para estar con gente están los asilos. Al partido se va a hacer política y punto. Entonces me encogí de hombros de nuevo. Y él, sonriendo, mira, Antoñito, a ver si te lo explico. ¿Tú eres comunista?

¿Eres comunista, Miguel? ¿Yo? No sé. Don Anselmo sonreía desde el caballo. Sí, seguro que eres comunista. Sigue trabajando, chaval. Sí. Eres igual que tu padre. Todos sois unos malditos resentidos. ¿Verdad que sí? No lo sé, Don Anselmo. Y Don Anselmo desde el caballo, a veces pienso que tu padre tuvo suerte, que si aquella mula no hubiese acabado con él yo mismo le habría matado. ¿Qué piensas tú, chaval? Miguel se detuvo. Se enderezó sobre sus catorce años y le miró. No lo sé, pero a lo mejor la suerte la tuvo usted. Don Anselmo soltó una carcajada. Bien dicho, chaval. Así se responde. Con dos cojones. Pero no te pares, coño, que no te pago por hablar. Esta tarde me terminas esta hilera y la siguiente y te puedes ir a casa. Y aún seguía riendo mientras se alejaba al paso entre las viñas.

¿Tú eres comunista, Antoñito? Y yo, no sé. Sí. Si eres obrero, hijo de obreros, o eres comunista o eres idiota. Y tú no eres idiota, ¿verdad que no? Y yo, riendo, no, claro. Y él, claro que no. Pues entonces serás comunista. La diferencia está en si serás un buen comunista o no. Ahora sólo están los malos. ¿Entiendes? Y yo, pues no. Y él, buscando de nuevo un pitillo, que sí, hombre. Los buenos comunistas son aquéllos que saben que hay que pelear por aquello en lo que se cree, y los malos son los que piensan que hay que hacer lo que los demás quieren que se haga. ¿Comprendes? Y yo, riendo, pues no. Y él, encendiendo el cigarrillo, Antoñito, hijo, ya no estoy seguro de que vayas a ser comunista. Vamos a ver, ¿tú sabes quién era Stalin?

¿Qué, Miguel? Hoy estarás de luto. Y Miguel, sentado junto a la fuente, con el jamón y la navaja en la mano. ¿Por qué? Y Don Anselmo, riendo mientras se sentaba. Coño, porque hoy ha muerto Stalin. ¿Quién? Y Don Anselmo, anda que menudo comunista de mierda estás hecho. Coño, pues que por fin ha llegado el día. Ya le tocaba la hora a ese cabrón. Miguel le miraba sin entender. Hombre, no me mires así. Stalin era vuestro jefe. El mayor hijo de puta que ha habido sobre la tierra. Miguel afirmó con la cabeza. Vaya, vaya, así que no sabes quién era Stalin. Y Miguel, mientras acercaba la boca al chorro de agua que manaba de la roca, no, Don Anselmo, bebió y se secó la boca con la manga, ahora sí lo sé. Don Anselmo le miró en silencio y asintió con la cabeza.

¿Tu sabes quién era Stalin? Y yo, no. Y él, claro, eres demasiado niño. Bueno, te cuento. Stalin era el jefe, el mejor comunista que ha existido después de Lenin. Y claro, ¿tampoco sabes quién era Lenin, verdad? Asentí. Bueno, mira, vamos a dejarlo. Algún día lo aprenderás. Sólo debes saber que faltan los buenos comunistas. Y ya está. Punto. Tu ahora no pienses en ello, pero no lo olvides. Asentí sonriendo. Buen chico, dijo, pasándome la mano por la cabeza. Y ahora dime, ¿a qué hora ponen el partido en la tele? Y yo, hoy no hay fútbol, Don Miguel, que hoy es martes. Y él, seguro que lo hay. Uno de esos internacionales. Seguro que es a las nueve y media. Y mirando su reloj, bien, faltan dos horas. La luz se filtraba mortecina por la ventana, pero aún no se habían encendido las farolas de la calle. Antoñito, enciéndeme la estufa que empieza a refrescar. Así, muy bien. Ahora Don Miguel de nuevo sonreía a la silla vacía del rincón. ¿Sabes que Mati nunca soportó que me gustara el fútbol? Y sonriendo, mi pobre Matilde. Mi pobre Mati.

Pues claro que quiero a mi Matilde, coño, ninguna de vosotras le llega a la punta del zapato. Pero también me gusta estar con vosotras. No es tan raro, creo yo, ¿no? Y Rosarillo pellizcándole la oreja, eres un golfo, Miguelón. Y Miguel, no te pases, Rosarillo, que te voy a dar. Rosarillo sonrió y se bajó las bragas desvergonzada, insinuando el deseo. A continuación se giró y le mostró el culo. Y Miguel, repitiendo, que te voy a dar. Entonces empezó a correr por el pasillo del burdel riendo y dando gritos con Miguel detrás hasta la habitación. La cerraron de un portazo. Mientras tanto, en su cocina, Matilde terminaba de pelar las patatas para el caldero.

Oye, Antoñito, dio una profunda calada al cigarrillo, tú deberías estar jugando por ahí o estudiando. No haciendo compañía a un viejo. Y de nuevo pareció irse lejos. Sumirse en un vago sueño con los ojos abiertos, mientras el cigarrillo moría poco a poco olvidado entre sus dedos. Sus ojos miraban ahora el hilo rojo de la estufa. ¿Sabes, Antoñito? Cuando era más joven Matilde me obligó a estudiar.

¿Qué pasa Miguel, sigues resentido conmigo? Miguel guardó silencio un momento. No. Con usted no, Don Anselmo. Vaya. Eso está bien. Yo tampoco lo estoy contigo. Pero has venido a verme morir, a asegurarte de que muero, ¿eh? Miguel le miró a los ojos. Usted también habría venido a verme a mi. Luego guardó silencio. Eso también es verdad. A Don Anselmo se le cortaba el habla. Bueno, pues ya está bien. Ya ves, me muero. Ya te puedes ir. Miguel le miró un instante y a continuación se giró hacia la puerta de la habitación. Espera, le llamó Don Anselmo, una cosa más. Te voy a dar un consejo, Miguel, deberías estudiar. Tú no eres tonto y puedes salir de aquí si lo intentas de veras. Y ahora vete de una maldita vez. Miguel le observó por última vez y asintió con la cabeza. A continuación se estrecharon la mano por primera vez y salió de la habitación. Luego, de vuelta a casa, se lo contó a Matilde. Ella le miró con sorpresa. Dos días después le dio un papel para estudiar a distancia. Sácame de aquí, Miguel. No quiero más miserias. Quiero salir de aquí. Quiero vivir. En el fuego del hogar hervía lentamente un cocido de verduras.

Tienes que estudiar mucho, Antoñito. Mira, señaló de nuevo el título de bachiller elemental que colgaba de la pared. Gracias a Matilde pude aprobarlo todo. Incluso religión. Y eso que me examinó el joputa del cura. Y yo, orgulloso, yo también estudio religión. Y él, pues estúdiala. Estúdiala bien. Es muy importante. Le miraba pero no entendía. Siempre me había parecido una tontería de asignatura. Pero él seguía dándole importancia. Mira, siempre nos han dicho que Dios nos hizo a su imagen y semejanza. Y yo asentí. Bueno, pues se olvidó de un pequeño detalle. Se olvidó de hacernos inmortales. Y yo, sin entender. ¿Comprendes, Antoñito? Debemos morir. Y yo, claro. Todos morimos. Y él, sí, pero ¿por qué? Y yo, no sé. Y él, pensativo, yo tampoco. Y calló. Y en el silencio se oyó el vacío de Doña Matilde. De repente, Don Miguel se revolvió. Antoñito, dijo, debes enseñarme a hacer fotografías.

Miguel, quiero ver el mundo. Quiero verlo todo.

Antoñito, tienes que enseñarme. Quiero hacer fotos de todo. De todo. De todo lo que vale la pena ver. Debo hacerlo. Tienes que enseñarme.

Miguel, mi amor, quiero vivir. Quiero viajar.

Y yo, claro, Don Miguel. Mire.

Hazlo por mí, Miguel. Estudia. Sácame de aquí.

Enséñame, Antoñito. Enséñame a hacer fotografías. Y yo, que sí, Don Miguel.

Hazlo por mi. Hazlo por Dios, Miguel. Y Miguel, no metas a ése en mi casa. Pues hazlo por tu padre o por quien quieras, pero hazlo. Estudia y vámonos de este pueblo miserable.

Y lo hice, Antoñito, lo hice. Pero se quedaron muchas cosas por hacer. Por eso debes enseñarme. Y de nuevo cogí la cámara de la mesa. Éste es el objetivo, empecé a explicarle. Y por este otro sitio es por donde se mira. Luego sólo hay que enfocar hasta que vemos bien la imagen. Después miramos la luz y la velocidad y se dispara y ya está. Don Miguel me miraba en silencio. No, Antoñito, eso es muy complicado. Yo quiero una cámara de ésas en las que sólo hay que mirar y disparar. Tengo una deuda que pagar. Y yo, divertido, pero, Don Miguel, no tengo dinero. Y él, joder, es verdad. Soy un viejo tonto. Se me va la cabeza. Olvídalo. Y guardó silencio. Y yo, no se preocupe, Don Miguel, cuando tenga dinero se la compraré y si quiere, mientras tanto, yo hago las fotos por usted. Don Miguel me miró sorprendido. No quiero tu dinero. No te pases, chaval. Y yo, avergonzado, perdón. Y él, sonriendo, no seas tonto. Muchas gracias, pero no. Ya veremos. Y ahora, por favor, enciende la televisión, a ver si vemos ese partido. Y yo lo hice aunque sabía que ese día no había partido y también que a Don Miguel no le importaba.

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