domingo, 2 de febrero de 2014

MATEO



Soy viejo. Soy muy viejo. En mi vida he abierto caminos que no estaban escritos para mi y he vivido vidas que no me correspondían. He pasado hambre y he vencido enfermedades. Cuántas más mujeres he amado, más me he hundido en la soledad y apenas he conseguido disfrutar de la paternidad durante un instante. Y aunque bebí de la copa del olvido confieso que nunca alcancé mi propósito. Y millones de veces he revivido aquellos instantes que me han traído hasta aquí. Aquel día en que desperté con mi familia arrodillada a mi alrededor. Me miraban con los ojos enrojecidos de piedad y, sin embargo, pese a su alegría, una sombra de miedo les envolvía. Pronto comprendí que ya no tenía sitio allí. Nadie me dijo nada, en verdad. Ni siquiera lo insinuaron. Pero veía en sus manos tímidas y en el silencio repentino y cabizbajo que se producía en cuanto volvía a casa que debía marchar. No, no fui expulsado de mi aldea, como alguno ha podido imaginar. Y, sin embargo, lo cierto es que nadie salió a despedirme el día en que me dirigí hacia el camino. Pude sentir la presencia de mis vecinos tras las cortinas y las puertas. Pude oír el silencio del temor. Ni los perros ladraron. Sólo Esther, mi prima, mi esposa, la llamada a ser madre de mis hijos, salió a la calle a despedirme y me entregó un hatillo con un poco de queso y pan. No levantó la mirada del polvo de sus sandalias y se estremeció cuando mis manos rozaron las suyas. ¿Lloraba? No lo sé. Ni siquiera creo que ella lo supiera. ¿Pueden convivir el dolor y el alivio en el mismo instante? Desde ese momento supe que sí. Me deseó buena suerte y volvió a la plácida oscuridad de la casa. Y así, en el polvoriento silencio de mi casa y mi pueblo, fue como comenzó mi viaje hasta el día de hoy.
Anduve por los caminos durante algún tiempo, escondiéndome de los pastores o los viajeros por miedo a ser reconocido. A menudo dormía por el día en cualquier rincón a cubierto y caminaba por la noche rezando para no ser asaltado por algún proscrito desesperado o por algún demonio de los que habitan los caminos y desiertos. Así viví mientras tuve algo del pan y el queso de mi prima querida. Para cuando se terminaron ya había rodeado las aldeas y pueblos más cercanos a mi casa. Decidí entrar en el siguiente pueblo que apareciera en mi camino. Debía conseguir alimento para poder continuar el viaje. Una vez en él, haría lo que tantas veces había visto hacer a los caminantes. Me acercaría al templo y allí esperaría algo de caridad o un trabajo que me permitiera alimentarme. Tiempo atrás, cuando mi vida era la de un hombre normal, había conocido dos formas distintas de ejercer la mendicidad. Los que pedían limosna a todos aquellos con los que se cruzaban en su camino y los que simplemente callaban. Éstos siempre me habían llamado la atención. En ocasiones había llegado a entablar conversación con alguno de ellos. Les preguntaba su nombre y de dónde venían y así, después de que me informaran de los milagros y maravillas que había más allá de la aldea, les dejaba en la mano alguna moneda o, incluso, si eran sabios, les invitaba a comer a mi mesa y les daba alojamiento por una noche. Decidí que eso era lo que iba a hacer. Era mediodía cuando me adentré por las primeras calles del pueblo. En la plaza había un grupo de ancianos que guardó silencio en cuanto aparecí. Me acerqué a la puerta del templo seguido por la mirada de aquellos hombres y me senté sin levantar la vista del suelo. Debía llevar varias horas en aquella posición cuando, por el mismo camino que yo había seguido antes, apareció un hombre montado sobre un asno. Se detuvo junto al grupo de ancianos y estuvo un rato charlando y riendo con ellos. Luego, sin bajarse del asno se acercó hacia mi. Levanté la vista, pero no sonreí. Aquel hombre tampoco. Permaneció unos segundos en silencio, observándome.
-¿Puedes trabajar?
-Puedo.
-Entonces, sígueme.
Arreó a la bestia y siguió su camino conmigo detrás.
Así fue como me convertí en pastor de ovejas. Vivía con ellas y dormía con ellas, pero a cambio no me faltaba comida, queso y leche. Cuando un día me preguntó mi nombre no lo dudé.
-Mateo. Mateo me llaman.
-Está bien, Mateo. Estoy contento contigo. A partir de hoy puedes dormir en casa.
A partir de ese día viví en su casa. Durante ese tiempo las ovejas parían corderos y éstos a su vez parían nuevos corderos y el rebaño crecía sin parar. También crecieron los hijos del amo y pronto dejaron de ser niños. Eran tres y los tres empezaron a trabajar como pastores. Yo les enseñé a dominar a los perros y a guiar al rebaño cuando había que salir. También les enseñé cómo protegerlo en los días de tormenta o cómo buscar el mejor pasto en tiempos de sequía. Les enseñé a trasquilar la lana en verano y a ayudar en los partos difíciles. Y también creció Raquel.
Fueron años como no se habían conocido en aquel pueblo. Fue tal la abundancia que el amo llegó a convertirse en un hombre rico. El rebaño seguía aumentando y no por ello faltaba pasto para alimentarlo. Llegó a tener el mayor número de cabezas de ganado de la comarca. Pero además tenía a Raquel. Y con su riqueza aparecieron también los pretendientes. Las familias más poderosas ofrecieron a sus hijos para Raquel. Pero ella los rechazó uno tras otro. Aún hoy no puedo evitar estremecerme cuando recuerdo su mirada clavada en mi nuca mientras sus hermanos y yo sacábamos a los perros para dar inicio al interminable desfile de ovejas. O cuando, una noche, sentados todos los hombres a la mesa, el amo la reprendió por haber rechazado al hijo del jefe de la comunidad. Ella permaneció de pie, en silencio, mientras su padre se lamentaba. Una vez que hubo terminado, clavó sus bellos ojos en mi.
-Padre, sólo me casaré con Mateo.
Se hizo un silencio que me recordó la salida de mi pueblo. Yo la miraba con una mezcla de falsa sorpresa y un orgullo infinito. ¿Acaso no lo había intuido todo en sus silencios cuando nos acompañaba hasta el río?
-¿Mateo? ¡Pero si casi es de la familia! Además, con esta boda no ganaríamos nada. Además, casi tiene mi edad. Tu apenas habías nacido cuando él ya estaba aquí.
-¿Y qué?
Durante ese tiempo ninguno de los dos apartó la mirada de los ojos del otro. Y nos casamos en sábado. Ese día hubo matanza y comimos el mejor cordero, y bebimos el mejor vino y mis cuñados me abrazaron como a su hermano y sus padres me besaron tres veces, y bailamos todos juntos hasta el anochecer. Luego ya en la habitación Raquel y yo nos amamos con un amor eterno. De aquella unión nacieron Samuel y Jacob. Pero yo aún no había comprendido.
Pasó el tiempo y mis cuñados también se casaron y también tuvieron hijos varones. Pero un día, no sabría decir en qué momento, mis cuñados me miraron por primera vez en silencio. Poco antes o después, poco importa, fueron el amo, mi suegro, y el ama, mi suegra, los que me observaron en silencio. Las ganancias seguían aumentando y nuestros hijos estaban sanos, pero cuando nos sentábamos alrededor de la mesa ya no había alegría, ni jolgorios ni comentarios sobre lo que ocurría a nuestros vecinos. Sólo silencio. Eran tiempos de una abundancia extraordinaria y sobre la mesa sólo había silencio. Silencio sólo roto por las risas y juegos de mis hijos y sus primos en una pequeña mesa cercana a la nuestra. Raquel también callaba, pero me veía reflejado en su mirada.
Algún tiempo después el silencio se extendió al pueblo entero. Las mujeres sujetaban a sus hijos en cuanto me veían aparecer por la calle y los metían en sus casas cerrando la puerta por dentro. Nadie me acusó nunca de nada. Nadie lo ha hecho jamás. Pero tenían miedo.
Una tarde, mientras descansábamos Raquel y yo, tumbados en la rivera del río, la observé con detenimiento. Era hermosa, pero parecía cansada. Más allá, junto al camino, Samuel y Jacob se peleaban con un mulo para hacerlo andar. Y se peleaban ya como hombres. Nada hay más grato para un hombre que ver llegar a sus hijos a la edad adulta. Me sonreí satisfecho y me acerqué al agua.
Entonces los comprendí, lo comprendí todo. Con desesperación comprendí los silencios, comprendí los miedos, incluso comprendí los largos años de abundancia. Todo tenía explicación. Aquella noche hablé con Raquel. Le conté todo. Le confesé todo. Hasta lo inconfesable. Pero no pude hallar explicación al sufrimiento de una esposa que debe perder a su marido vivo para que sus hijos y hermanos puedan vivir en paz, para que ella pueda vivir en paz.
De nuevo el silencio me acompañó aquel amanecer mientras abandonaba por segunda vez mi casa. Pero esta vez mi esposa, Raquel, me acompañó hasta donde el pueblo desaparecía a la vista. Me entregó el hatillo que había preparado con sus manos y me abrazó. Me abrazó con toda la fuerza que da el dolor de no poder separarse de sus propios hijos, de nuestros hijos. Nos besamos por última vez y, reteniendo en la memoria su súplica de que nunca les olvidara, me alejé por el camino levemente iluminado por el sol.
Desde entonces no he dejado de caminar. He visto las fuentes del Nilo y las montañas nevadas de oriente y sus océanos, y también los de occidente. Y he conocido las tierras de los hombres rubios y las de las mujeres de ojos rasgados. Pero nunca he podido olvidar aquel día en que junto a mi esposa, en el río, quise mojarme los labios, o quizás beber un trago, no lo sé. Pero allí estaba yo, reflejado en el agua, con apenas unos años más que mis propios hijos. Con menor edad incluso que mi propia esposa. ¡A la que vi dar sus primeros pasos! Y hoy, mientras sigo vagando por la tierra, pienso en la muerte como en ese descanso al que no tengo derecho. Y si me preguntáis cuál es mi nombre os diré que mi nombre es Mateo, es Isaac, es Daniel y también es Efrain. Pero cuando era niño, cuando jugaba con mis hermanos entre las higueras del huerto, mis padres y mi prima me llamaban Lázaro.

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