jueves, 20 de febrero de 2014

Consejos de semana santa en Teruel

Unas queridísimas amigas me han pedido consejo para un viaje a Teruel.
A morir, sí señor... viaje exótico y aventura rural en uno... El eterno retorno a los orígenes. Sé dónde debéis ir, les he contestado, pero lo que ya no tengo tan claro es que después queráis volver...

Cuestiones previas a tener en cuenta:
1.- ¿Cuánto tiempo vais a estar por allí?
2.- ¿Qué profundidad de conocimiento queréis alcanzar en vuestro proceso de introspección?
3.- ¿Mejor mucho y superficial o poco y a fuego?
4.-¿Sois conscientes de que no es posible tirarse de cabeza a una piscina llena de agua y no salir mojado?
5.-El que suscribe no se hace responsable de las huellas y cicatrices que se guarden en el alma después de una experiencia semejante.
6.- No voy a ser objetivo ni científico. Las cañadas por las que corren los fantasmas de mi familia y que me contó mi abuela a la luz de la chimenea, así como los de mi niñez y mi adolescencia no son comparables con nada. Nada supera a la primera niña que me sonrió cuando tenía diez años.

Bien, dicho esto y aclarado os propongo lo siguiente:
1.- El viaje se ceñirá a la comarca del Maestrazgo. Hay otras, incluso más famosas, pero no son el Maestrazgo.
2.- Debéis elegir un punto central a partir del cual os podáis expandir.
3.- Ese punto puede ser: Cualquiera. Os diría mi pueblo (BERGE), en el que hay una hermosa posada y en el que sé que os tratarán estupendamente. Además de que hay hermosos paisajes que ver. Una bellísima ermita (La Virgen de la Peña) y avanzando por caminos llegar hasta el pinar en el que destaca una hermosa torre defensiva en mitad del bosque (LA TORRE PIQUER, propiedad de mi familia y de la historia de todo el pueblo) (Ver en Youtube). Paisajes duros y agrestes. Pero tienen su incontestable belleza. Además en esas fechas en mi pueblo se celebra desde hace unos años una tamborrada alternativa a la oficial de Semana Santa del Bajo Aragón. Más bonito es, sin duda, el pueblo que está al lado: MOLINOS (pero por Dios no se lo digáis a los de mi pueblo… jeje). Ese os gustará más. Además de que tiene unas cuevas que se pueden visitar. El pueblo es realmente bonito y tiene un barranco espectacular (menos famoso que el de Ronda (mucho menos famoso) pero igualmente espectacular)
4.-A partir de ahí, se inicia la ruta del Maestrazgo propiamente dicha: Pitarque (y el nacimiento del río Pitarque), Villarluengo (y los órganos de Montoro, no, los del Ministro no… más grandes…), Cantavieja, Mirambel (premio al pueblo más bonito de Europa creo que tuvo una vez…, donde se rodo Tierra y Libertad de Ken Loach), Las Cuevas, Iglesuela del Cid… Ejulve (buen jamón, rediela…)

En fin, belleza, dureza, resistencia. A disfrutarlo (y a abrigarse…)

Cuando mi Julia deje de tener alergia nos apuntaremos e iremos a mi casa, con mi gente. Pero hasta entonces solo puedo decir que esto es una mierda.

Salud (nunca mejor dicho)

domingo, 2 de febrero de 2014

Ya nada será nunca igual


Se adentró en el bosque sin dudar. Cogió el libro y lo guardó entre sus ropas. Abrió la puerta con cuidado y salió al camino, cubriéndose la tonsura con la capucha del hábito. No dijo nada a sus hermanos ni al abad. Tenía una misión que cumplir. Quizás algún hermano observó su huida desde el campanario y dibujó la señal de la cruz en el aire. Cuando llegó a la última curva tras la que el monasterio desaparecía de la vista, se giró y contempló los altos muros del claustro. Se santiguó y se adentró en el bosque. No sabía cuánto tardaría en salir al otro lado, nunca antes había recorrido aquel camino, pero sabía que tenía que hacerlo. Los árboles eran altos como las iglesias más altas y el sol caía en vertical iluminando el camino. Unos pocos metros más allá, en cambio, la oscuridad era casi absoluta. El monje se giró varias veces e incluso detuvo sus pasos para escuchar. Permanecía quieto, atento a cualquier ruido por si le seguían. Pronto se convenció de que nadie le había visto salir. Para cuando echaran de menos el libro ya sería tarde. Ya habría llegado adonde debía ir. Y cuando mostrara al mundo lo que había descubierto ya nada volvería a ser igual. Se sentó un instante a descansar. Descubrió su cabeza y se secó el sudor con la manga. Desató la calabaza que llevaba atada al cordón del hábito y bebió un trago de agua. Algo se movió entonces entre los arbustos. Se levantó de un salto y la calabaza y el libro cayeron al suelo mientras él buscaba algo para defenderse.
–¿Quién está ahí? –gritó.
Nadie respondió. Cogió una piedra y la lanzó hacia los matorrales. Un instante después saltó un ciervo y desapareció entre la espesura sin hacer ruido alguno. El monje respiró. Lamentó no haber tenido la precaución de proveerse de un cuchillo. Se santiguó y se agachó a recoger el libro. El agua de la calabaza había mojado algunas hojas. Las secó con cuidado con la manga. Después lo guardó de nuevo entre los pliegues del sayo. Recogió la calabaza vacía, la anudó al cordón y retomó el camino. Estuvo andando durante horas. El bosque parecía interminable. Entonces, y casi por sorpresa, se dio cuenta de que pronto se iría el sol. Y supo que con la oscuridad vendrían otros temores. ¿Y si no consigo cruzar el bosque a tiempo? ¿Y si me pierdo? Aceleró el paso. De nuevo escuchó ruidos fuera del camino. El fraile se detuvo. Cogió una piedra y la lanzó contra la oscuridad.
–Lárgate de aquí maldita bestia.
El silencio del bosque respondió a la piedra. Siguió andando sin reducir la velocidad
–¿Qué hace un hermano tan lejos de todas partes? –escuchó entonces de detrás de los árboles.
El fraile se detuvo de nuevo. De entre los faldones sacó el libro y se cubrió el pecho con él.
–¿Quiénes sois? Mostraos a la luz.
De detrás de los árboles surgieron tres hombres con harapos y capas raídas.
–No tengo nada, hermanos –se asustó el monje–. Soy tan pobre como vosotros.
–¿Y eso? –se acercaron a él y señalaron el libro.
–¿Esto? –se extrañó–. Sólo es un libro. Un libro santo –apostilló justo antes de que el que parecía dirigirles se lo quitara de las manos con un tirón–. No. Es un libro santo –intentó recuperarlo.
–Quita –le empujó un segundo hombre, mientras el tercero le ponía un cuchillo en el cuello desde detrás.
–¿Qué hacemos con él? –preguntó.
El jefe observaba el libro.
–¿Cuál es el secreto que esconde? ¿Qué hace aquí un monje solo con este libro?
–Es un libro sagrado. Por favor –suplicó–, no le hagáis daño.
–¿Daño? Sería estúpido –se rió–. Nos servirá para encender el fuego en los días húmedos, ¿verdad? –se rieron los tres.
–No –se liberó del que le tenía sujeto y se abalanzó sobre el que tenía el libro–. Dámelo.
El del libro lo soltó y casi a la vez cogió al monje por el cuello. Un segundo después le clavó el cuchillo en el estómago.
–Vosotros –balbuceó mientras seguía sujeto por el que le había apuñalado–, vosotros… no entendéis… –cayó al suelo– El mundo debe saber...
El bosque se quedó en silencio.
–Mirad a ver si tiene algo de valor y vámonos –le quitó el libro de las manos y lo abrió –. No está mal el librito. Tiene colores. A mi hijo le gustará.

Pink Martini - Hang on little tomato

 
 
Bajé las escaleras sumergiéndome en una nube clandestina de humo. No pude evitar una mueca de desagrado e inmediatamente tomé una decisión. Ese era el sitio y el momento. Me apoyé en la barra del garito y pedí un whisky con agua. Me giré y observé a la mujer que arrastraba la voz por el escenario junto al piano, la batería desvencijada, la guitarra y el clarinete. A sus pies dos parejas abrazadas se sostenían dando vueltas en una lenta ruleta infinita. Calculé mentalmente mientras acercaba mi mano al bulto de mi axila: doce balas. Suficientes. Además del grupo y las parejas bailarinas también estaban el barman con un puro encendido en los labios y la rubia de la esquina. Desde que me vio descender por las escaleras no me había quitado los ojos de encima. Incluso me pareció verla sonreír. Me temo que no voy a tener más remedio que matarla a ella también, pensé con una sonrisa. Aunque primero creo que la invitaré a un trago. Sería una lástima no poder disfrutar de esos ojos antes de que tenga que apagarlos definitivamente. Eh, Jack, amigo, pregúntale a la rubia si quiere tomar algo. Y después dime qué te debo. No me gusta dejar nada a deber. Sonrió sin quitarse el puro de los labios y se alejó para transmitir mi oferta a la rubia. De nuevo volví a tener la sensación de asco en el estómago. Desde luego, no soporto que la gente fume...

Me encanta este grupo...

La bicicleta



-Regálame tu bicicleta.
-¿Qué?
-Regálame tu bicicleta –repitió sin inmutarse.
-¿Y por qué?-Porque soy una princesa.

Cuando Alicia llegó al pueblo nadie le prestó atención. Era una niña gorda que se entretenía jugando sola y cuidando las flores de los tiestos de su madre.
El día en que Alejandro la vio por primera vez la observó con curiosidad. Ella se dirigía hacia el bar a comprar un helado. Después se sentó en el banco de la plaza y empezó a saborearlo poco a poco. Alejandro, montado en su bicicleta se acercó.
-Hola. Forastera, ¿sabes que tengo un amigo que está muy enfermo? –le dijo sin bajarse de la bicicleta.
-No lo sabía, lo siento.
-Es igual, no le conoces.
De la misma forma en que se había acercado, se alejó, subiendo la cuesta que llevaba a la iglesia. Sus amigos le estarían esperando allí para ir a matar gorriones.
Algunos días después, Alicia volvió a salir a la plaza y se sentó en el mismo banco. Alejandro se acercó de nuevo.
-Hola. ¿Cómo te llamas? –le preguntó.
-Regálame tu bicicleta.
-¿Y por qué?
-Porque soy una princesa.
Alejandro se rió y comenzó a dar vueltas alrededor del banco.
-Tú estás loca. Esta bicicleta es mía, me la han regalado a mi y no te la doy. Además, no eres una princesa. No eres más que una niña tonta.
Alicia le miró en silencio y, mientras caía una lagrima de sus ojos verdes, le repitió en voz baja que sí era una princesa. Se levantó y marchó hacia su casa con paso lento. Él, mientras daba vueltas alrededor del banco, se reía cada vez más fuerte para que ella le oyera. Cuando ya no pudo oírle, Alejandro volvió a dirigirse hacia la plaza de la iglesia, pensando que esa niña era más tonta de lo que se había imaginado.
Cuando, otro día, volvió a verla sentada en la plaza jugando con unas muñecas, de nuevo se acercó. Ella apenas le miró. Siguió jugando.
-Hola, princesa –bromeó.
-Ríete si quieres, pero sí soy una princesa.
-¿Ah, sí? ¿Y cuál es tu reino?
-Mi casa. Eso dice siempre mi papá. Y la reina es mi mamá.
-Bah! Todos los padres dicen lo mismo.
-Bueno. Si tu lo dices –ella siguió jugando con su muñeca.
En el silencio sólo se escuchaba el rozamiento de la cadena con los piñones que Alejandro provocaba al hacer girar los pedales hacia atrás. La contemplaba con simpatía. Tenía el pelo rubio trenzado en dos coletas que terminaban en dos lazos rojos.
-Bueno, si quieres, te la dejo un rato.
Alicia abrió enormemente los ojos verdes y sonrió.
-¿Me la das?
-No. Te la dejo un rato.
Alicia se subió temerosa y fue dando tumbos alrededor de los distintos bancos de la plaza. Alejandro la observaba con miedo a que se cayera y arañara su bicicleta. Pero pronto fue cogiendo seguridad. Una vez que lo consiguió, le pidió permiso para ir a enseñársela a sus padres. Alejandro observó cómo Alicia subía la cuesta con dificultad mientras su alegría iluminaba la calle entera. Luego buscó en el suelo algo con lo que entretenerse. Había por allí unas chapas y, juntando las manos con las palmas sobre el suelo, dibujó sobre la arena una carretera para sus corredores de metal. Se entretuvo así durante varias horas, mientras Alicia daba vueltas y más vueltas. A veces se alejaba hasta la fuente. Pero volvía y, aunque estaba empapada de sudor, seguía sonriendo.
Poco a poco Alejandro se acostumbró a no montar en su bicicleta. Se contentaba con verla sonreír y se dedicaba a jugar a las chapas o con muñecos que preparaba en casa cada día y llevaba en una bolsa con la bicicleta. Ella se subía con cuidado y se paseaba por el pueblo como una reina. Sí, pensó Alejandro, es realmente una princesa. Y no le importó que sus amigos se rieran de él. Pronto sintió como la burla dio paso a la envidia. Sus amigos cada vez pasaban con mayor asiduidad por la plaza. Pese a que allí estaba el bar y sabían que si sus padres les veían cuando salían de jugar la partida de la tarde corrían el riesgo de que les mandaran trabajo. A veces se acercaban para hablar con él y poco a poco también con ella. Alguno le ofreció su propia bicicleta, pero ella seguía prefiriendo la de Alejandro. Ya era su bicicleta. Sí, volvió a pensar, es realmente una princesa. Es mi princesa.
Luego abandonaron la plaza y durante muchos días se fueron de excursión por la carretera hasta la ermita. Mientras ella hablaba de las flores de su madre subida en la bicicleta, Alejandro la escuchaba y se entretenía tirando piedras al barranco. Las veía rebotar de una pared a otra hasta que llegaban a la arena del lecho del río que discurría plácidamente a sus pies. Un anochecer, cuando volvían a casa, Alicia le tomó de la mano.
-Un día nos casaremos y serás mi señor rey.
-Sí. Y tu serás mi señora reina.
Sin embargo, Alejandro ya se sentía rey.
Estaba mediada la mañana cuando Alejandro subió a la ermita. Alicia le esperaba junto a la puerta de madera. Pero ese día no corrió a coger la bicicleta. Permaneció sentada.
-Alejandro, me voy –le dijo con tristeza.
-¿Cómo que te vas?
-Me voy. Mis papás dicen que ya se ha terminado el verano.
-No puede ser. Aún faltan unos días. Y así podrás seguir jugando con la bicicleta.
-Sí, es muy bonita, pero –se encogió de hombros-, la verdad es que ya me aburre un poco. Además, tengo que empezar un nuevo curso.
-¿Volverás el año que viene? –preguntó temeroso.
-No creo. Mis papás dicen que el año que viene iremos a otro sitio, que hay muchas cosas nuevas que conocer.
-¿Pero, y yo?
-No sé. Lo siento.
Por la cuesta subía el coche azul oscuro de los padres de Alicia. Se detuvo un instante frente a ellos. La madre de Alicia le sonrió dulcemente, mientras ella le daba un beso de despedida. Después subió al coche, en el asiento de atrás. Rugió el motor y emprendió veloz el camino que lo alejaba de aquella ermita. Alejandro observó como el coche se iba perdiendo de vista. En vano esperó que ella se girara y mirara hacia atrás. Sólo vio las coletas rubias con lazos rojos. Tal vez lo hiciera después de la curva en la que terminaba la carretera.
Alejandro volvió a montar en la bicicleta. Dio lentamente dos vueltas sobre el mismo sitio y se bajó. Con un gesto de rabia tiró la bicicleta por el barranco. No se detuvo a verla rebotar en las paredes. No la vio detenerse con un estruendo en la arena del río, ni vio como las ruedas giraban muertas en el aire, ni el guardabarros retorcido. Tampoco vio el manillar que emergía del agua como un periscopio desencajado. Ya había emprendido el camino de regreso al pueblo, con las manos en los bolsillos y los calcetines bajados hasta los tobillos. Cuando llegó a la plaza vio a sus amigos eligiendo equipos para un partido de fútbol.
-Nos falta uno. ¿Quieres jugar?
Alejandro miró al balón y escupió al suelo.

MATEO



Soy viejo. Soy muy viejo. En mi vida he abierto caminos que no estaban escritos para mi y he vivido vidas que no me correspondían. He pasado hambre y he vencido enfermedades. Cuántas más mujeres he amado, más me he hundido en la soledad y apenas he conseguido disfrutar de la paternidad durante un instante. Y aunque bebí de la copa del olvido confieso que nunca alcancé mi propósito. Y millones de veces he revivido aquellos instantes que me han traído hasta aquí. Aquel día en que desperté con mi familia arrodillada a mi alrededor. Me miraban con los ojos enrojecidos de piedad y, sin embargo, pese a su alegría, una sombra de miedo les envolvía. Pronto comprendí que ya no tenía sitio allí. Nadie me dijo nada, en verdad. Ni siquiera lo insinuaron. Pero veía en sus manos tímidas y en el silencio repentino y cabizbajo que se producía en cuanto volvía a casa que debía marchar. No, no fui expulsado de mi aldea, como alguno ha podido imaginar. Y, sin embargo, lo cierto es que nadie salió a despedirme el día en que me dirigí hacia el camino. Pude sentir la presencia de mis vecinos tras las cortinas y las puertas. Pude oír el silencio del temor. Ni los perros ladraron. Sólo Esther, mi prima, mi esposa, la llamada a ser madre de mis hijos, salió a la calle a despedirme y me entregó un hatillo con un poco de queso y pan. No levantó la mirada del polvo de sus sandalias y se estremeció cuando mis manos rozaron las suyas. ¿Lloraba? No lo sé. Ni siquiera creo que ella lo supiera. ¿Pueden convivir el dolor y el alivio en el mismo instante? Desde ese momento supe que sí. Me deseó buena suerte y volvió a la plácida oscuridad de la casa. Y así, en el polvoriento silencio de mi casa y mi pueblo, fue como comenzó mi viaje hasta el día de hoy.
Anduve por los caminos durante algún tiempo, escondiéndome de los pastores o los viajeros por miedo a ser reconocido. A menudo dormía por el día en cualquier rincón a cubierto y caminaba por la noche rezando para no ser asaltado por algún proscrito desesperado o por algún demonio de los que habitan los caminos y desiertos. Así viví mientras tuve algo del pan y el queso de mi prima querida. Para cuando se terminaron ya había rodeado las aldeas y pueblos más cercanos a mi casa. Decidí entrar en el siguiente pueblo que apareciera en mi camino. Debía conseguir alimento para poder continuar el viaje. Una vez en él, haría lo que tantas veces había visto hacer a los caminantes. Me acercaría al templo y allí esperaría algo de caridad o un trabajo que me permitiera alimentarme. Tiempo atrás, cuando mi vida era la de un hombre normal, había conocido dos formas distintas de ejercer la mendicidad. Los que pedían limosna a todos aquellos con los que se cruzaban en su camino y los que simplemente callaban. Éstos siempre me habían llamado la atención. En ocasiones había llegado a entablar conversación con alguno de ellos. Les preguntaba su nombre y de dónde venían y así, después de que me informaran de los milagros y maravillas que había más allá de la aldea, les dejaba en la mano alguna moneda o, incluso, si eran sabios, les invitaba a comer a mi mesa y les daba alojamiento por una noche. Decidí que eso era lo que iba a hacer. Era mediodía cuando me adentré por las primeras calles del pueblo. En la plaza había un grupo de ancianos que guardó silencio en cuanto aparecí. Me acerqué a la puerta del templo seguido por la mirada de aquellos hombres y me senté sin levantar la vista del suelo. Debía llevar varias horas en aquella posición cuando, por el mismo camino que yo había seguido antes, apareció un hombre montado sobre un asno. Se detuvo junto al grupo de ancianos y estuvo un rato charlando y riendo con ellos. Luego, sin bajarse del asno se acercó hacia mi. Levanté la vista, pero no sonreí. Aquel hombre tampoco. Permaneció unos segundos en silencio, observándome.
-¿Puedes trabajar?
-Puedo.
-Entonces, sígueme.
Arreó a la bestia y siguió su camino conmigo detrás.
Así fue como me convertí en pastor de ovejas. Vivía con ellas y dormía con ellas, pero a cambio no me faltaba comida, queso y leche. Cuando un día me preguntó mi nombre no lo dudé.
-Mateo. Mateo me llaman.
-Está bien, Mateo. Estoy contento contigo. A partir de hoy puedes dormir en casa.
A partir de ese día viví en su casa. Durante ese tiempo las ovejas parían corderos y éstos a su vez parían nuevos corderos y el rebaño crecía sin parar. También crecieron los hijos del amo y pronto dejaron de ser niños. Eran tres y los tres empezaron a trabajar como pastores. Yo les enseñé a dominar a los perros y a guiar al rebaño cuando había que salir. También les enseñé cómo protegerlo en los días de tormenta o cómo buscar el mejor pasto en tiempos de sequía. Les enseñé a trasquilar la lana en verano y a ayudar en los partos difíciles. Y también creció Raquel.
Fueron años como no se habían conocido en aquel pueblo. Fue tal la abundancia que el amo llegó a convertirse en un hombre rico. El rebaño seguía aumentando y no por ello faltaba pasto para alimentarlo. Llegó a tener el mayor número de cabezas de ganado de la comarca. Pero además tenía a Raquel. Y con su riqueza aparecieron también los pretendientes. Las familias más poderosas ofrecieron a sus hijos para Raquel. Pero ella los rechazó uno tras otro. Aún hoy no puedo evitar estremecerme cuando recuerdo su mirada clavada en mi nuca mientras sus hermanos y yo sacábamos a los perros para dar inicio al interminable desfile de ovejas. O cuando, una noche, sentados todos los hombres a la mesa, el amo la reprendió por haber rechazado al hijo del jefe de la comunidad. Ella permaneció de pie, en silencio, mientras su padre se lamentaba. Una vez que hubo terminado, clavó sus bellos ojos en mi.
-Padre, sólo me casaré con Mateo.
Se hizo un silencio que me recordó la salida de mi pueblo. Yo la miraba con una mezcla de falsa sorpresa y un orgullo infinito. ¿Acaso no lo había intuido todo en sus silencios cuando nos acompañaba hasta el río?
-¿Mateo? ¡Pero si casi es de la familia! Además, con esta boda no ganaríamos nada. Además, casi tiene mi edad. Tu apenas habías nacido cuando él ya estaba aquí.
-¿Y qué?
Durante ese tiempo ninguno de los dos apartó la mirada de los ojos del otro. Y nos casamos en sábado. Ese día hubo matanza y comimos el mejor cordero, y bebimos el mejor vino y mis cuñados me abrazaron como a su hermano y sus padres me besaron tres veces, y bailamos todos juntos hasta el anochecer. Luego ya en la habitación Raquel y yo nos amamos con un amor eterno. De aquella unión nacieron Samuel y Jacob. Pero yo aún no había comprendido.
Pasó el tiempo y mis cuñados también se casaron y también tuvieron hijos varones. Pero un día, no sabría decir en qué momento, mis cuñados me miraron por primera vez en silencio. Poco antes o después, poco importa, fueron el amo, mi suegro, y el ama, mi suegra, los que me observaron en silencio. Las ganancias seguían aumentando y nuestros hijos estaban sanos, pero cuando nos sentábamos alrededor de la mesa ya no había alegría, ni jolgorios ni comentarios sobre lo que ocurría a nuestros vecinos. Sólo silencio. Eran tiempos de una abundancia extraordinaria y sobre la mesa sólo había silencio. Silencio sólo roto por las risas y juegos de mis hijos y sus primos en una pequeña mesa cercana a la nuestra. Raquel también callaba, pero me veía reflejado en su mirada.
Algún tiempo después el silencio se extendió al pueblo entero. Las mujeres sujetaban a sus hijos en cuanto me veían aparecer por la calle y los metían en sus casas cerrando la puerta por dentro. Nadie me acusó nunca de nada. Nadie lo ha hecho jamás. Pero tenían miedo.
Una tarde, mientras descansábamos Raquel y yo, tumbados en la rivera del río, la observé con detenimiento. Era hermosa, pero parecía cansada. Más allá, junto al camino, Samuel y Jacob se peleaban con un mulo para hacerlo andar. Y se peleaban ya como hombres. Nada hay más grato para un hombre que ver llegar a sus hijos a la edad adulta. Me sonreí satisfecho y me acerqué al agua.
Entonces los comprendí, lo comprendí todo. Con desesperación comprendí los silencios, comprendí los miedos, incluso comprendí los largos años de abundancia. Todo tenía explicación. Aquella noche hablé con Raquel. Le conté todo. Le confesé todo. Hasta lo inconfesable. Pero no pude hallar explicación al sufrimiento de una esposa que debe perder a su marido vivo para que sus hijos y hermanos puedan vivir en paz, para que ella pueda vivir en paz.
De nuevo el silencio me acompañó aquel amanecer mientras abandonaba por segunda vez mi casa. Pero esta vez mi esposa, Raquel, me acompañó hasta donde el pueblo desaparecía a la vista. Me entregó el hatillo que había preparado con sus manos y me abrazó. Me abrazó con toda la fuerza que da el dolor de no poder separarse de sus propios hijos, de nuestros hijos. Nos besamos por última vez y, reteniendo en la memoria su súplica de que nunca les olvidara, me alejé por el camino levemente iluminado por el sol.
Desde entonces no he dejado de caminar. He visto las fuentes del Nilo y las montañas nevadas de oriente y sus océanos, y también los de occidente. Y he conocido las tierras de los hombres rubios y las de las mujeres de ojos rasgados. Pero nunca he podido olvidar aquel día en que junto a mi esposa, en el río, quise mojarme los labios, o quizás beber un trago, no lo sé. Pero allí estaba yo, reflejado en el agua, con apenas unos años más que mis propios hijos. Con menor edad incluso que mi propia esposa. ¡A la que vi dar sus primeros pasos! Y hoy, mientras sigo vagando por la tierra, pienso en la muerte como en ese descanso al que no tengo derecho. Y si me preguntáis cuál es mi nombre os diré que mi nombre es Mateo, es Isaac, es Daniel y también es Efrain. Pero cuando era niño, cuando jugaba con mis hermanos entre las higueras del huerto, mis padres y mi prima me llamaban Lázaro.

Las calles del perro cojo - Capítulo 1



PRÓLOGO
Sí. Estaba muerto. Pero yo no sé nada, señoría. Andaba por allí y lo vi, eso es cierto, pero igual podía haber estado en cualquier otro lugar. A mí me da lo mismo estar aquí o allá. Voy por donde sople el viento. Eso es, por donde sople el viento. Soy como un marinero de tierra. Tiene gracia, ¿verdad? Un marinero de secano. Qué ocurrencia. Porque lo cierto es que nunca he visto el mar, las playas y esas cosas. Perdón, señoría. Sí, cuando lo encontré estaba espatarrado en el suelo, con las manos así, tocando el suelo, y tenía los ojos abiertos. Fíjese cómo estaría que al principio pensé que estaba borracho. Incluso le pedí un cigarrillo. No. Fue después cuando vi que estaba lleno de sangre. Todo lleno de sangre. Un desastre. Vaya, pensé, no hay que apresurarse, Pirata. Eso fue lo que dije. No hay que apresurarse, Pirata. El Pirata es mi compañero. ¿Ah, ya lo sabe? Bien. Pues como le decía, estaba sentado en el suelo, más muerto que mi abuelo. Entonces miré hacia un lado y luego miré hacia el otro. Y como no había nadie, pues, vamos, que sólo estaba yo. Bueno, yo y él. Y también estaba el Pirata, claro, pero supongo que no cuenta. Y, la verdad, pues pensé que realmente ya no necesitaba nada de lo que llevara encima. Rebusqué un poco en los bolsillos y le cogí el dinero que pillé, el teléfono, el reloj y el tabaco, creo. No me acuerdo muy bien. Vamos, lo que llevaba encima. No cogí nada más. Sí, claro que vi la pistola. Estaba allí, a mis pies. Casi le di una patada. Pero una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa. Las armas dan muy mala suerte y sólo traen problemas. Yo conocí a uno que se encontró una en una papelera y se dedicó a montar unos líos tremendos. Y eso que era un tipo tranquilo y buena gente. Pero desde el día en que la encontró, algo pasó que se volvió loco, ¿sabe usted? La sacaba un día sí y otro también. Y por cualquier cosa. Por una lata de atún, porque el que dormía a su lado roncaba. Por cualquier cosa. Acabó degollado por el pescuezo en un pasadizo y, adivinen, nadie encontró la pistola. Sí, perdón. Disculpe, señoría. Es que a veces se me va la cabeza. Como les decía cogí todo lo que encontré y me fui lo más aprisa que pude. Cualquiera hubiera hecho lo mismo. Eso es todo lo que les puedo contar. Si supiera algo más se lo contaría. Ya saben que me tienen a sus órdenes. Yo siempre se lo digo al Pirata: la ley hay que cumplirla. Uno puede ser un desgraciado, pero a la autoridad hay que ayudarla siempre. Con lo mala gente que somos, si además no hacemos lo que ustedes nos dicen, seguro que nos acabaríamos matando como bestias que somos. Si yo les contara. Así que, para lo que necesite su señoría, aquí estamos el Pirata y yo. Para lo que mande. Faltaría más. En cualquier caso, yo no le maté, señoría, eso se lo juro por mi madre que en gloria esté. No. No sabría decirle si he visto o no al que lo hizo. Veo a mucha gente por aquí y por allí. Y la verdad, no siempre me aclaro. A veces ni siquiera sé dónde estoy, ¿me entiende usted, señoría?


I. JULIÁN
—Aquí tiene sus dos barras, don Santiago. ¿Va todo bien?
No me contestó. Cogió la bolsa con el pan, me dio el euro que costaban y se marchó sin dar los buenos días. Nunca los daba. La puerta se cerró tras él después de hacer vibrar las campanillas. Le seguí con la mirada hasta la calle. Sabía lo que iba a hacer. Iría como siempre a la plaza y se dedicaría a joder a las palomas. «Menudo cabrón, pensé». Una señora que subía la cuesta pasó de largo. Un barrendero negro pasaba el escobón por la acera. Un chico negro dentro de un uniforme verde y amarillo. Imaginé su nombre. «¿Lutumba? ¿Adidi? ¿Cuánto hace que has llegado? ¿De dónde has venido y por qué lo has hecho? ¿Cómo ha sido tu viaje? ¿Cómo has llegado a estar frente a mi con una escoba de madera en la mano?». Salí del mostrador para verlo mejor al otro lado del cristal. «¿De dónde has venido?». Cuando era niño no había negros. Para calmar a las fieras estábamos nosotros. Estaba yo. «¿Dónde os escondíais entonces? ¿Dónde estabas tú, maldita sea?». Imaginé, por una vez, por una sola vez, que la sonrisa fuera mía y las lágrimas de otro. Imaginé que no tuviera que esconderme un día tras otro, esperando a que salieran todos para que no hubiera nadie en el patio. Y me sentí bien.
—Hoy ha sido muy divertido, mamá. Le hemos tirado piedras al niño negro.
Le miraba a través del escaparate con las manos cruzadas a la espalda. «¿Cómo será tu vida?», pensé. «¿Será tan miserable como para que me sienta orgulloso de la mía?». De repente se abrió la puerta. Doña Rosa, avanzó por el pasillo de la tienda.
—Buenos días, Julián. Ponme dos barras y una baguette.
Retrocedí a mi rincón tras el mármol del mostrador.
—Claro, doña Rosa.
Metí la mano dentro de una bolsa de plástico como si fuera un guante y cogí las barras. En otra distinta puse la baguette.
—Aquí están.
Buscó las monedas en su monedero. Las sacó una a una y las fue dejando sobre el mármol blanco. Lentamente. Contándolas. Sumando céntimo a céntimo. Derrochando un tiempo que a mí me sobraba.
—¿Sabe que a lo mejor mi hijo Joaquín se va a vivir fuera?
—Eso está muy bien.
—No sé —hizo un gesto de preocupación—. Le han cambiado el destino. Cosas del servicio.
—Mientras sea a mejor.
—Sí, claro. Pero no sé —me alargó las monedas arrastrándolas por el mostrador—. Está tan lejos y yo soy ya muy mayor. Me temo que nos veremos poco.
—No se preocupe —salí de detrás del mostrador y la acompañé hacia la puerta—. Además si es a una ciudad grande seguro que ganará más y podrá venir a menudo en el tren.
—Qué va. No tendrá tiempo. Ya me lo ha dicho. Allí hay mucho trabajo.
Le abrí la puerta. De nuevo el maldito tintineo de las campanas. Cruzó la calle con pasos cortos de anciana. Yo me quedé apoyado en el quicio.
—Bueno, pues que tenga un buen día.
—Adiós, Julián, y gracias.
La observé mientras subía lentamente la cuesta cubierta por una chaquetilla azul de punto. Me recordó a mi madre.
—No te preocupes, hijo. Ya verás que al final todo irá bien —después de vomitar se lavaba la cara y con los labios morados, finos y rotos, salía al pasillo apoyándose con las manos en la pared—. Ya me encuentro mucho mejor.
Después se acostaba en la cama, no sin antes recomponerse el pañuelo, y se giraba mirando a la pared. Entonces yo me sentaba en el salón, con una calculadora en la mano, a hacer sumas y restas en un cuaderno de tapas azules.
—Hijo, por favor, baja la persiana que me molesta la luz —me llamaba después.
—Claro, madre — Levantaba la cabeza de aquella libreta llena de números, llena de barras de pan, bollos de chocolate y tetrabriks de leche desnatada convertidas en cifras y más cifras.
Mientras bajaba la persiana dejando la habitación en penumbra ella se sentaba en la cama con dificultad, con un chirriar de muelles o de huesos tristes. Después le traía un caldo de la cocina y me sentaba en una silla junto a la almohada. Encendía la luz de la mesita y contemplaba su perfil reflejado en la pared. Y tras ella, tras su perfil, en la calle, el barrendero negro manejaba la escoba con parsimonia de campanillero. Le miraba apoyado en la puerta de la panadería y no encontraba gran diferencia entre él y yo. Yo esperando que sonaran las campanas y él escuchando frases que no comprendía.
—Oye, ¿de dónde eres?
—De aquí.
—¿Cómo que de aquí? Eso no puede ser.
—¿Por qué?
—Porque los de aquí no somos negros.
—Ya. Es cierto. Y todos medís un metro ochenta, sois blancos y rubios y ninguno es bizco ni tiene joroba como tu.
Eso le habría dicho yo si hubiese hablado con él y eso me podría haber contestado él, defendiéndose de mi como le enseñó su madre que debía hacerlo. Igual que la mía me enseñó a mi.
—No seas tonto, hijo mío. Defiéndete.
Pero yo sólo quería que me dejasen en paz, que no me vieran.
—Mamá, es que son más fuertes.
Al final de la calle, bajando la cuesta se podía ver la plaza, o parte de ella, ya que la esquina tapaba más de la mitad. En uno de los bancos se sentaba un hombre con un carrito de supermercado, con un perrillo a sus pies, casi un cachorro. Cerca de él, don Santiago estaba, como había previsto, haciendo el cabrón. Echaba migas de pan a las palomas con su sonrisa torcida. Le observé desde la puerta. Estaba quieto, acechando como un lobo. Las palomas iban acudiendo. Poco a poco se acercaban a la trampa.
—¿Tiene pan?
Una joven se plantó delante de mi.
—Sí, claro. Pase —la dejé pasar primero.
De nuevo recorrí los tres metros que separaban la puerta de mi trinchera tras el mostrador.
—¿Qué desea usted?
«Una turista, sin duda» Pensé. Sólo quería una barra de pan y que le dijera dónde podía comprar un poco de fiambre. Quise suplicar: «¿Me haría usted el favor de abrir y cerrar la puerta cada dos minutos y representar millones de personalidades distintas para mí? Por favor, dígame que sí y desde este momento seré su esclavo más fiel. Le llevaré el agua, la mochila, le pagaré la entrada del museo, de todos los museos y le daré conversación. Tendré la opinión que usted quiera que tenga. Seré todo lo que usted desee que sea. Pero, por favor, abra y cierre esa puerta un millón de veces. Aunque no compre nada. Sólo le pido eso. Haga que las campanillas canten un millón de veces». Pero no se lo pedí. No tuve valor.
Y algunos años antes, a la salida del colegio.
—No te preocupes. Todo va a ir bien. Se fuerte. Debes ser valiente.
—Pero, mamá —medí con mis brazos la anchura de su cuello —, yo no lo soy.
—No seas tonto —me dio un cachete que me hizo sonreír—. Claro que eres valiente.
La turista miró mi sonrisa con curiosidad. Pagó la barra de pan y salió flotando entre campanillas.
—No olvide comprar una botella de agua que luego no es fácil encontrarla —le grité cuando salí de la tienda.
Se giró sorprendida y me agradeció el consejo. Don Santiago ya no estaba en el banco y las palomas revoloteaban acabando con las migas que aún debían quedar por el suelo. El barrendero también había desaparecido. Observé a la turista que avanzó lentamente por las calles hasta desaparecer. Y, apoyado en el quicio, sonreí. A lo mejor algún día también yo podría hacer un viaje, pensé. A algún sitio bonito y cómodo. Un viaje con Luzmila. Aunque sólo dos días después ya supe que el sueño era imposible. Sólo podría ser eso, un sueño.
—Hijo mío —a la salida del colegio—, debes ser fuerte.
Y yo, algún tiempo después, mientras ella se desinflaba en la cama en una expiración, con las manos cruzadas sobre su estómago, y más tarde, después de enterrarla, mientras ponía una barra tras otra sobre el mostrador, y yo, de rodillas, hundiendo mi cara en su regazo,
—No lo soy, mamá. No soy fuerte.
—Pues —me cogió de la barbilla con tanta rabia que me hizo daño —, disimula. Que no lo noten. Que no lo noten nunca.